No habrá revolución



La historia antigua nos habla de brutales emperadores que se creían dioses e impartían castigos aberrantes a sus contradictores o a quienes se atrevían a desafiar su autoridad o torcida voluntad. Psicópatas en el poder como Tiberio Claudio Nerón y Caligula, antes de Cristo,  Pedro I de Castilla que hizo freír en aceite caliente a los vencidos en la campaña de Toledo, el pavoroso parricida Yang Guang, de la dinastía Sui en China, Enrique VIII de Inglaterra, Iván, el terrible, quien gobernó con mano de hierro la Rusia del siglo XVI, entre muchos otros, hicieron de la nuestra, una historia de barbarie sin redención.

En América no fue diferente. Bajo “delirantes sicopatocracias”, como las define Alfredo Iriarte en su libro Bestiario Tropical, gobernantes con personalidad psicopática, tiranos y dictadores homicidas, hombres de maltrecha condición y delirios de grandeza y de persecución,  ahogaron en sangre el suelo sudamericano: el general Maximiliano Hernández Martínez en el Salvador, Gabriel García Moreno en Ecuador, el general Mariano Melgarejo en Bolivia -celebre por su ebriedad y por convertir a su caballo Holofermes en el más alto consejero de gobierno-, el colombiano Juan Vicente Gómez, “el bagre” en Venezuela, Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, Anastasio Somoza en Nicaragua, y toda la seguidilla de sádicos militares que quebraron la democracia en las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado e impusieron las más atroces dictaduras en el cono sur.

Entre el miedo y la resistencia civil y armada, se intentó desterrar el hedor de la bota militar. La comunidad internacional lanzó un grito de espanto: el fantasma de la desaparición forzada dejó de ser invisible, las noticias sobre los atentados, los desfalcos al erario, los secuestros políticos, las torturas y los asesinatos, las caravanas de la muerte y los desesperados exilios, volaron sobre el Aconcagua, cruzaron continentes y océanos, y la verdad ya no pudo ser negada, menos ignorada. Los militares se vieron forzados a convocar plebiscitos constitucionales que, uno a uno, fueron perdiendo, empezando por Uruguay y terminando en Chile. Nada que hacer. El mundo clamaba democracia.

Reajustados ciertos valores democráticos en los convulsos años ochenta, más allá de la euforia generalizada y del despertar político de la gente,  nada cambió en la triste suerte de las mayorías excluidas y pauperizadas. Pero la historia, que nos recordaba cómo había sido aplastada la Unidad Popular en Chile en 1971 y proscrito el triunfo de la revolución cubana de 1959, nos presentó una nueva oportunidad. Las cosas tenían que cambiar: tanta injusticia, violencia y amargura, en un mar de descontento popular, eran insoportables e insostenibles. Fue entonces cuando una nueva luz de esperanza brilló en el horizonte americano: la utopía se hizo posible sin armas ni dolor. Pero las corporaciones fueron más hábiles que nunca, y más pronto de lo imaginado, tras escasos quince años de oro para la izquierda latinoamericana, esa luz se extinguió en medio de fuertes y programadas recesiones económicas, fabricados escándalos de corrupción y sonados montajes judiciales que la prensa, siempre fiel a los intereses de los grandes capitales, replicó sin objeción.  Volvieron entonces los brutales dictadores con ínfulas de emperador, pero esta vez no fue a punta de terror y bayonetas, ni de golpes ni de falsos suicidios. Fue a punta de religión, manipulación emocional y temor direccionado sobre las hambrientas masas populares. El mismo pueblo vilipendiado, ignorante y despreciado, vociferando democracia, los eligió.

Nuestro legado será de vergüenza y derrota a la razón.

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