La toma y retoma del Palacio de Justicia, una herida abierta en la conciencia nacional

Hace 37 años, mientras el actual presidente de Colombia, Gustavo Petro era torturado en un batallón militar, el “Comando Iván Marino Ospina” de la guerrilla M-19, lanzaba la ‘Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre’ en la toma del Palacio de Justicia. La certeza era que el gobierno respetaría la vida del llamado “bastión moral” del país, aceptaría un juicio público al mandatario y el reinició de los traicionados Diálogos de Paz, con los magistrados como garantes y testigos de la creación de un gabinete para la Paz.   

La operación fue una violenta acción político militar, parte de una ofensiva armada lanzada por la comandancia del Eme como respuesta a la traición de los Acuerdos de Paz, que en el marco del proceso de Dialogo Nacional habían firmado delegados del Gobierno Nacional con la cúpula guerrillera en El Hobo, Medellín y Corinto, Cauca (pese a que poco antes de la firma, el comandante Carlos Pizarro fue emboscado y herido junto a su compañera). Belisario Betancur violó lo pactado y además toleró los ataques a los campamentos de paz, el impune asesinato del médico Carlos Toledo Plata el 10 de agosto de 1984 en estado de indefensión, el atentado al principal vocero de los diálogos de Paz, Antonio Navarro Wolf en mayo de 1985 en la cafetería El oeste de Cali, hecho que casi le cuesta la vida y por el que perdió una pierna; el secuestro, tortura, asesinato y desaparición de varios miembros del M-19, la prohibición del Congreso de Los Robles autorizado por el gobierno, el ataque al Campamento La Libertad en Yarumales entre el 20 de diciembre de 1984 y enero de 1985, bajo el argumento que allí se encontraban menores de edad retenidos, lo cual fue desmentido. De esta batalla hecho el ejército salió derrotado y el presidente que se había escabullido fuera del país tuvo que enfrentar la realidad: sus traiciones a los Acuerdos de paz, significaron la reanudación de la guerra. 

El máximo comandante del M-19, Carlos Pizarro anunció entonces, con 48 horas de antelación, el inicio de una ofensiva militar, que incluyó el ataque a las llamadas “brasilitas” (carros de guerra), el intento de secuestro del general Rafael Samudio Molina, el ataque al cerro El Cable, y esa inolvidable operación de sortilegio en la que un comando de la guerrilla se tomó el Batallón Francisco Javier Cisneros en Armenia, Quindío, el 19 de octubre de 1985, pocos días antes de la toma del Palacio de Justicia. Este osado hecho evidenció la vulnerabilidad de las Fueras Militares, tal y como había sucedido cinco años atrás cuando esta misma guerrilla compró una casa próxima al Cantón Norte de Bogotá, construyó un túnel y el 31 de diciembre de 1978, con la "Operación Ballena Azul" asaltó y saqueó el depósito de armas del ejército, dejando un letrero en uno de sus muros: “No contaban con nuestra astucia”. Dos días después, el M-19 se adjudicó el hecho con un impreso enviado a varios medios de comunicación, el ejército humillado inició bajo las órdenes del presidente Turbay Ayala, una violenta represión contra miembros de esa guerrilla, estudiantes, simpatizantes, artistas, intelectuales, poetas, militantes de la izquierda política, llevando a cabo una masiva violación a los derechos humanos y obligando al exilio a varios ciudadanos. La mayoría de las armas robadas fueron recuperadas y algunos de los integrantes más emblemáticos del M-19 fueron detenidos y sometidos a un Juicio Verbal de Guerra en uno de los procesos militares más sonados en América Latina. La detención y la falta de garantías judiciales para su defensa, llevó a la organización a otro hecho propagandístico de enormes proporciones: la Toma de la embajada de la República Dominicana el 27 de febrero de 1980 cuando 15 diplomáticos de varios países se encontraban reunidos celebrando la fecha de independencia del país anfitrión, incluyendo al embajador de Estados Unidos. La respuesta inicial del gobierno fue el ataque militar ocasionando heridas al embajador de Venezuela, al vicecónsul de Paraguay y a una guerrillera, y la muerte de un combatiente. Posteriormente el presidente, tras varias consultas y reconociendo la gravedad de la situación, detuvo la ofensiva para no poner en riesgo la vida de los diplomáticos extranjeros, y aceptó dialogar con los subversivos. Carmen Londoño, conocida como la “Chiqui”, condujo las negociaciones al interior de una camioneta amarilla estacionada frente a la Embajada, sin saber que un francotirador siempre estuvo apuntándole a la cabeza. El resultado, tras la liberación de mujeres, menores y los dos extranjeros heridos en un acto humanitario por parte de la guerrilla, fue la salida de su comando hacía Cuba, el pago de tres millones de dólares de rescate (o alguna cifra semejante) por parte del Gobierno Nacional y la liberación de los rehenes sanos y salvos luego de 61 días de cautiverio. El M-19 no logró la excarcelación de los 315 presos políticos solicitados, pero dos años después estos, más otros tantos, fueron cobijados con Ley 35 de 1982 o Ley de Amnistía para delitos políticos, con la que el presidente Betancur otorgó el perdón gubernamental a los miembros de las organizaciones guerrilleras que aceptaron deponer las armas. 

Todos estos hechos, incluyendo la decisión del presidente que llevó a que en diversos círculos militares empezara a ser llamado “Lenisario”, fueron leídos como profundas afrentas al orgullo y dignidad militares. El cobro a tantas humillaciones públicas fue la sevicia con que su cúpula planeó la retoma del Palacio de Justicia, violando el derecho de gentes, principios básicos del DIH, como proporcionalidad, distinción y limitación, y ordenando arrasar con el Palacio, con los magistrados, los guerrilleros y gran cantidad de trabajadores. Las Fuerzas Militares asesinaron a decenas de civiles, realizaron ejecuciones con tiro de contacto, secuestros, torturas, desapariciones forzadas, allanamientos ilegales, quemaron intencionalmente el Palacio de Justicia y llevan 37 años mintiendo, negando responsabilidades, burlando el clamor de las víctimas, intimidando y manipulando la justicia.   

El ensayo “La toma del Palacio de Justicia, una fractura en la historia nacional”, Premio Memoria de la Universidad de Antioquia 2005, escrito por Maureén Maya, afirma que “entre la fatídica cadena de irregularidades que sucedieron antes, durante y después del asalto, es de señalar que según los informes de prensa y las conclusiones a la que llegó el Tribunal Especial de Instrucción, existían serios indicios de que se preparaba un asalto armado al Palacio, lo que hace concluir que ésta, efectivamente, fue una toma anunciada, y sin embargo, la seguridad fue misteriosamente retirada un día antes  de los hechos. Tampoco se aclaró lo concerniente al incendio que se desató quemando restos y expedientes comprometedores para las Fuerzas Armadas y los narcotraficantes, pues luego de la Ley 35 o Ley de Amnistía sancionada y promulgada el 10 de noviembre de 1982, no existía ni un sólo expediente contra los integrantes del M-19-, tampoco se aclararon las obstrucciones a las labores de investigación ni se supo tampoco que suerte corrieron los doce [14 o 16] desaparecidos ni de qué modo se produjo la muerte de los miembros de la guerrilla  que participaron en el operativo “Antonio Nariño por los Derechos del Hombre”. 

Los expedientes judiciales sobre los hechos (toma y retoma), tanto como el Informe de la Comisión de La Verdad de 2005, el del Juzgado 30 de 1989 y el de la primera Comisión Especial de Instrucción e investigación, cuyo informe se publicó en el Diario Oficial del 17 de junio de 1986, el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) condenando en 2014 al Estado colombiano por su responsabilidad en los hechos que rodearon la desaparición de 10 personas durante la operación de recuperación del Palacio de Justicia, la condena inicial del coronel Alfonso Plazas Vega y de unos pocos militares, entre otros procesos judiciales, aportan elementos de verdad sobre la magnitud de lo ocurrido y sobre lo que significó para la historia del país. También diferentes publicaciones de investigación periodística contribuyen al esclarecimiento de los hechos, como los libros ‘Noche de lobos’ de Ramón Jimeno, ‘Noches de humo’ de Olga Behar, ‘Prohibido Olvidar, dos miradas sobre la toma del Palacio de Justicia’, de Gustavo Petro y Mauren Maya, ‘El palacio sin máscara’ de Germán Castro Caycedo, ´El palacio de justicia, una tragedia colombiana’ de Ana Carrigan, ‘Holocausto en el silencio’ de Adriana Echeverri y Ana María Hanssen, y más recientemente ‘Mi vida y el Palacio: 6 y 7 de noviembre de 1985’ escrito por Helena Urán Bidegain, hija del magistrado auxiliar del Consejo de Estado Carlos Horacio Urán Rojas, asesinado en la retoma, y quien había aportado a los fallos condenatorios contra las Fuerzas Militares por el caso de las torturas contra Olga López de Roldán y decenas -o acaso miles- de ciudadanos que fueron asesinados y desaparecidos en batallones militares, como parte de una política de Estado impuesta por el llamado Estatuto de Seguridad del presidente Julio César Turbay, embrión de lo que sería luego la Seguridad democrática de Álvaro Uribe Vélez. 

El caso del magistrado Urán identificado días después de los hechos, en una morgue de Bogotá, se convirtió en una de las mayores evidencias sobre el proceder criminal de miembros de las fuerzas militares de Colombia. “En el informe de la Comisión de la Verdad está consignado que Urán murió de un tiro de gracia de un arma calibre 9 milímetros y el cadáver fue lavado antes de ser hallado en la morgue del Instituto de Medicina Legal. En 2007 se reveló que la billetera y otros efectos personales de Urán aparecieron en una bóveda secreta del Cantón Norte del Ejército, en Bogotá. La billetera estaba perforada por un disparo y, según la versión dada por sus familiares a la Fiscalía, el magistrado auxiliar solía llevarla en el bolsillo izquierdo de su saco, por lo que se presume una ejecución en las instalaciones militares y el posterior traslado del cuerpo al Palacio de Justicia en ruinas”[1]; presunción nada descartable sobre todo porque existe material probatorio: el registro audiovisual de la época muestra al magistrado Urán saliendo vivo del Palacio de Justicia y siendo conducido por militares. Lo mismo ocurrió en el caso del comandante guerrillero, Andrés Almarales. 

No fueron las únicas evidencias. En los restos de varios magistrados que no fueron consumidos por el fuego, se encontraron rastros que confirman que fueron asesinados con armas de uso privativo de la policía y de las fuerzas militares, como en el caso del presidente de la Corte Suprema de Justicia, Dr. Alfonso Reyes Echandía, quien recibió un impacto de bala 9 milímetros en el tórax.  Asimismo, el departamento de balística del Instituto de Medicina Legal concluyó que los magistrados Manuel Gaona Cruz, Horacio Montoya Gil y José Eduardo Gnecco Correa entre otros, y las auxiliares Aura Nieto Navarrete y Luz Estella Bernal murieron por acción militar. En el caso del auxiliar Gabriel Salón, se reconoció que éste había sido víctima de intento de secuestro por parte de efectivos de las Fuerzas Militares, cuando era atendido en el centro médico Cajanal. No fue la misma suerte que corrió, la señora Ruth Mariela Zuluaga de Correa, secretaria del magistrado Carlos Medellín, quien fue sacada del Palacio y llevada con quemaduras graves al hospital Simón Bolívar, siendo atendida por el doctor Cristóbal Sastoque Melani, jefe del pabellón de quemados. El oficial exiliado, Ricardo Gamez Mazuera, afirmó en declaración juramentada, que “algunos informes dieron cuenta que habían sacado una guerrillera y la tenían en el hospital Simón Bolívar. Fue enviado el sargento Juan, de apellido posiblemente Rodríguez (…) con tres soldados del S-2 para sacarla del hospital y llevarla a Escuela de Caballería. El doctor Sastoque se opuso, pero el sargento lo presionó diciéndole que sería acusado de cómplice; entonces accedió y la señora fue llevada a la escuela donde fue sometida a torturas, golpeándola con guantes de caucho mojados sobre las quemaduras. La señora murió en medio de la torturas”. 

Algunos testigos y sobrevivientes del holocasutos, afirmaron haber visto a soldados incinerando cuerpos, saboteando la presencia de la Cruz Roja, obstruyendo la llegada del carro de bomberos para sofocar el incendio, y portando bidones de gasolina, como lo declaró el mismo presidente del Consejo de Estado, para quemar el Palacio, mientras afirmaban: “hay que echar fuero para que las ratas salgan”. El sitio fue lavado, los restos movidos y mezclados unos con otros, como afirmaron peritos de Medicina Legal, y varios civiles fueron torturados en la Casa Museo 20 de julio y llevados a la fuerza a dependencia militares, de donde jamás regresaron. La orden fue desaparecer: 'esperamos que si aparece la manga, no aparezca el chaleco'. 

Han transcurrido 37 años en los que la verdad plena no ha sido revelada, los máximos perpetradores de crímenes de lesa humanidad no han sido juzgados, y sólo la valiente, corajuda y resuelta acción de los familiares de los desaparecidos ha hecho posible que el caso no se olvide y que el país recuerde que hay una deuda pendiente con la verdad, la memoria y la justicia.



[1] Colectivo de abogados JAR; “Magistrado Carlos Horacio Urán fue Ejecutado Extrajudicialmente según Medicina Legal”. Bogotá, 24 de agosto de 2010. 

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