Alguien observa: Colombia y el proceso de paz no están solos


Dice Iván Márquez que fue un grave error entregar las armas. Tiene razón en afirmarlo -o en pensarlo- pero se equivoca. Apostarle a la paz es un deber moral, aunque sus costos sean siempre muy elevados. Buscar la paz y defender la vida siempre será el camino correcto. El error es y será siempre continuar con una guerra degradada y violenta que solo deja muerte, destrucción, ruina y dolor; una guerra que después de más de seis décadas de sevicia y horror, el país quiere y necesita superar.

La diferencia de la Colombia de hoy con la del pasado no es que los gobiernos ofrezcan garantías reales de paz, justicia, buena voluntad o serias intenciones de cumplir con lo pactado. Tampoco es que los intereses populares ocupen la primera línea de sus agendas y que sobre las decisiones de Estado prime la sensibilidad humana, la empatía por el sufrimiento de las mayorías o la necesidad de vencer la intolerable y escandalosa desigualdad social. No. La diferencia es que ahora existe una fuerza social compacta que exige y da la pelea en las instancias políticas y judiciales correspondientes, incluso desde el parlamento y con fuerte incidencia y vínculos internacionales. La diferencia es que hoy se cuenta con una comunidad internacional activa y vigilante; ya no es la misma que asistió impávida al genocidio de Ruanda o de la UP en Colombia o de Sudáfrica. Hoy existen unos tribunales y unos tratados internacionales que no pueden ser ignorados ni burlados. Y Colombia no es ajena a su competencia.

El Acuerdo de Paz suscrito por el Gobierno Nacional y la guerrilla de las FARC en el 2016 es de obligatorio cumplimiento como lo establece el Consejo Federal Suizo al reconocerlo como “Acuerdo Especial del DIH”, al ser avalado por el Consejo de Seguridad de la ONU, a través de la resolución que autorizó la misión de verificación del cese del fuego y el desarme, y al haber sido blindado jurídicamente durante tres mandatos presidenciales por la Corte Constitucional.

El mundo ha cambiado, no sé si para bien o para mal, pero ha cambiado y cuenta con instrumentos de control, sanción y veeduría que antes no existían. Colombia tampoco es el país exageradamente inmoral y autista de años atrás; al menos ya no lo es mayoritariamente.

Hace una década el impune genocidio era posible, traicionar los Acuerdos también, ordenar el asesinato de la oposición política desde las oficinas del congreso, los clubes o los batallones militares y sostener un Estado que operaba bajo la figura del crimen mediato y el hombre de atrás, era casi que natural. Hoy ya no es tan fácil, aunque las fuerzas retardatarias, de gamonales, ganaderos, mafiosos y politiqueros sin conciencia histórica ni estatura moral sigan intentándolo: aunque maten, amenacen con golpes de Estado, con declarar la Conmoción Interior, con quebrar el orden institucional, con desconocer la Constitución o con burlar un Acuerdo de Paz que como pocos sucesos, logró conmocionar a buena parte de la comunidad internacional; y aunque se sientan libres y poderosos para cometer toda clase de arbitrariedades, no pueden ya ni podrán evadir el plano de la justicia internacional, ni desconocer la fuerza de la cooperación entre agencias de investigación y lucha contra el crimen, y tampoco podrán, aunque quieran, ignorar las fuerzas sociales y democráticas unidas por la memoria, la justicia y  la verdad.

Juegan sucio porque creen que nadie los observa y porque no saben jugar de otro modo; porque creen que el pueblo atontado y envilecido todo lo tolera o lo ignora, pero se equivocan. Siempre alguien con más poder observa. Y el Acuerdo de Paz de Colombia es protegido, observado y acompañado desde alturas insospechadas.


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