Un giro hacia la decencia
Cuando un pueblo sin esperanza elige, una vez tras otra, a sus propios verdugos para legislar y gobernar es porque el país ha permitido que el cáncer de la corrupción y el desamor lo contaminen, porque ha perdido arraigo y tolera como cosa natural la existencia de un estado toxico, violento, desigual y sin visión de futuro ni de país.
La muestra más fehaciente es lo que acaba de suceder en el congreso de Colombia, donde los llamados a representar los intereses nacionales, terminaron por hundir tres importantes proyectos de ley que afectan tanto la calidad de vida de las personas como la democracia misma.
Con
el hundimiento del proyecto que pedía abolir la casa por cárcel para los
servidores y ex-servidores públicos condenados por delitos de corrupción -petición
que también fue incluida en la exitosa y fallida consulta anticorrupción de
agosto de 2018- los congresistas dieron luz verde a la corrupción, la misma que
les permitió a varios de ellos llegar al parlamento para ocupar una curul y
legislar a favor de sus intereses personales. Pero no fue solo eso, también hundieron
el proyecto de ley estatutaria que obligaba a congresistas, concejales y
diputados a rendir cuentas sobre sus gastos y gestiones dentro de la función
pública, y otro que buscaba regular las 'comidas chatarras' y garantizar el
derecho a la salud pública. Con estas decisiones, el país perdió; perdió una
batalla contra la corrupción.
Es
lamentable, y no suena nada bien ni se ve muy democrático que los congresistas
sean jueces y parte en temas de enorme
calado nacional; que ellos mismos decidan si se castigan duramente por
corruptos o se tratan con suavidad y evaden la justicia, si se recortan sus onerosos
salarios o se los incrementan en contravía de un salario mínimo que no
garantiza ni siquiera una básica subsistencia; si le aseguran el derecho al
consumidor de acceder a la información nutricional en el etiquetado de ciertos
productos o siguen protegiendo los intereses de las empresas que financian sus
campañas electorales, si se obligan a actuar con transparencia o se empeñan en
desconocer su deber de rendir cuentas a la ciudadanía.
Sin
embargo, el tema es más profundo de lo que parece; no se trata de “manzanas
podridas” al interior de las tres ramas del poder público, de congresistas
ignorantes con mentalidad de traquetos -muchos de ellos sin estudios básicos-, ni
es simple falta de voluntad política, conflictos de intereses o que sea más
importante un partido de fútbol que cumplir con su deber y legislar a favor de
la nación, como en efecto lo fue. No. Se trata es del sistema mismo, de una
matriz histórica que hace que nuestra democracia -cada vez más parecida a una
plutocracia con ribetes de oclocracia- esté mal gestada, mal concebida y mal
administrada.
Es
el modelo imperante el que imposibilita que las minorías decentes que llegan a
las corporaciones públicas con la firme intención de servir, de realizar el
postergado Estado social de derecho que propone la Constitución, y defender los
intereses populares logren tener una incidencia real y contundente en temas que
definen el rumbo del país. No pueden aunque quieran porque deben hacer lobby,
suscribir pactos, sellar alianzas, cooptar voluntades, intercambiar favores, vender
promesas y seducir a la gran prensa para que nuestros demás representantes encuentren
rentable dar su apoyo a un proyecto que beneficie al común de la sociedad, en
especial a los sectores más vulnerables.
Es
el sistema el que debe madurar hasta encontrar un estadio superior que permita su
sana germinación. Colombia no puede seguir creyendo que es posible sostener una
democracia formal en medio de una escandalosa y lacerante injusticia social,
que es posible legislar en medio de un mar de corrupción, que es posible exigir
responsabilidad electoral a un pueblo ignaro cuyas principales libertades no
están garantizadas en la práctica real como tampoco el pleno ejercicio de sus
derechos fundamentales. Ni siquiera es posible soñar paz cuando la violenta
realidad nos golpea día a día, cuando se asesina en impunidad, se violan niños,
se acaba con al patrimonio ambiental, se impone el lenguaje del odio y la cobardía.
Cuando ser colombiano, como decía Borges, es un acto de fe, de desesperada fe.
Es
necesario hacer un alto para repensarnos como país, para construir alternativas
que hagan posible el surgimiento y desarrollo de un sistema de gobierno viable,
que profundice la democracia, permita alcanzar el estado de bienestar que todos
anhelamos no para unos cuantos sino para toda la sociedad; y que haga posible
crear un modelo que corresponda a la realidad humana nacional, no a su ideal.
Es
tiempo de que los silenciados y los marginados, los sabios, los filósofos y los
académicos se pronuncien, nos guíen y respondan con eficacia a los desafíos que
no pudieron ser resueltos durante 200 años de hegemonía bipartidista. Es tiempo
de dar un giro -y de darlo en las próximas elecciones- no hacia la izquierda, no
hacia la derecha, sino hacia la decencia.
El
tiempo es ahora.
Imagen tomada de: http://protestantedigital.com/cultural/37531/Versos_en_las_paredes
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