NO LO VIERON VENIR. EL CUENTO DE LA CRIADA
“El amor es paciente, es bondadoso; no es
envidioso ni jactancioso. No deshonra a otros, no es egoísta…” Eden
En verdad
lo que llamas libertad es la más pesada de las cadenas, y estas deslumbrado por
los eslabones que brillan al sol.
De la libertad
Gibran Khalil Gibran
¿No lo vieron venir? ¿En serio? ¿O lo vieron, pero
no le dieron importancia? O pensaron que serían otros los que debían o podían
luchar contra aquello que se anunciaba en el horizonte de la historia con la
misma claridad del cielo cuando anuncia una tormenta. Serían ellos, los otros,
los que pondrían pecho e ideas, los que se sacrificarían para impedirlo, y los que,
en caso de fallar en ese, su intento insurreccional, serían los aborrecidos por
la masa, los decapitados, mutilados y colgados bajo los puentes como
advertencia para las anodinas mayorías. Los mismos que de triunfar nos
otorgarían la victoria, asegurando así un mundo mejor para todos y todas por
igual. Nadie recordaría el nombre de los débiles, ni señalaría a quienes no
lucharon ni los cuestionarían –al menos no públicamente- por haber echado cerrojo
en la puerta y cerrado las cortinas. La nueva era cobijaría por igual a
cobardes y valientes, místicos y blasfemos, duros o blandos; para los caídos se
dedicaría un monumento enorme hecho en piedra fría, de esos que prometen
inmortalidad; y sin ganas de temor muchos pensarían que ante el advenimiento
post revolucionario cualquier incertidumbre sería mejor a la certeza de esta
indecible y despreciable agonía convertida en orden mundial. No sería el
renacer de la esperanza, sino el florecimiento de la resignación.
Solo unos cuántos insistirían en recordar, en
cuantificar los costos, incluso los incuantificables, en torcerle el cuello a
la amnesia selectiva, y en preguntar: ¿Por qué nadie tuvo la fuerza necesaria
para llamar a la cordura? Porque no le dimos importancia a ese auge de ideas
extremistas que se abrían camino entre las estructuras de un sistema corrompido
para acabar apoderándose de él por la fuerza en pos de un supuesto bien
colectivo que sólo cumplía con el delirio de quienes aupados por el miedo se
negaban a ser artífices de un mundo más humano, amable e incluyente. Porque así
empiezan todos los sectarismos criminales: excusándose en la necesidad de
acción, de un gobierno más firme, de la construcción de una sociedad más segura
y pura ¿segura y pura para quién?
Y así justamente fue como empezó, con “la incapacidad para gestionar los
fanatismos, a los que los intelectuales miraban con desdén y a quienes los
jóvenes con estudios preferían abuchear antes que rebatir”, como lo recordó Mireia
Mullorm en su análisis de la segunda temporada. Paso a paso todo fue moldeando
la ruina que se avecinaba. “Todo sin apenas darse cuenta. Porque todo fue poco
a poco, intolerancia permitida por la falsa idea de la tolerancia -ah, esa gran
paradoja-, por pensar que los fanáticos no tenían el poder y las agallas para
apoderarse de una nación libre”[1].
Primero se abolieron los programas sociales y se limitó a lo mínimo la
inversión social, luego encerraron en jaulas –como fieras salvajes- a los
inmigrantes que sobrevivieron al cruce de la fronteras y de las aguas y les
quitaron a sus hijos para que estos fueron a engrosar la fútil lista de los
huérfanos del mundo. Luego se prohibió el amor y el matrimonio entre parejas
del mismo sexo, se abolió la dosis personal y los adictos o los no tan adictos
fueron condenados como criminales, se prohibieron las marchas públicas, los
libros eróticos, la oposición política, la erradicación manual de la sagrada
hoja de coca -baluarte de nuestra esencia cultural-, la poesía y el canto
subversivo. La policía ahora podía allanar las casas sin que mediara orden
judicial y también hacer levantamientos de cadáveres sin presencia de medicina
legal; bastaban sus informes para obtener la condecoración. Volvieron, una a
una, las ejecuciones públicas, transmitidas como shows de televisión, en
directo y sin censura, primero fue Husein el amo de Irak, luego Bin Laden,
luego otro y otro y sus nombres se borraron porque la muerte regresó como
espectáculo y advertencia que impone la amnesia selectiva; y con ella el goce socarrón
ante el martirio ajeno, los insepultos como Polinices pero sin Antígonas en el pleno
auge de los Creontes. Como Hatice Cengiz sin el cuerpo de su amado Jamal
Khashoggi, cuya vida se evaporó en el consulado saudí de Estambul.
Se intensificó la fe, el llamado a la misericordia divina ante la
brutalidad humana que debía ser aceptada y comprendida; quienes gozaban de los
favores y privilegios del Estado, aferrados a su dogma, hacían impúdico alarde
de su crueldad y sevicia, la perversión era rentable y glorificada. La
solidaridad aborrecida y con dureza castigada; la indulgencia y la compasión proscritas
o, acaso, traficadas como productos en desuso. La democracia más pervertida y
degradada que nunca, los caciques del poder jugando con los circos electorales,
borrando de un plumazo, avances y derechos, deberes estatales y garantías
sociales, todo entre risas y aplausos, reflectores y trajes importados en la
casa de paredes pulcras, llamada pomposamente “Capitolio Nacional”.
Era el nuevo mundo, el que no supimos advertir ni prevenir, el que ahora
nos devoraba con igual voracidad a todos, tibios o valientes, soberanos o
indigentes, pérfidos y honrados, divergentes y sumisos, obedientes y rebeldes. Solo
cuando los derechos civiles, aquellos que preservan las libertades individuales,
fueron abolidos bajo la represión brutal y el locuaz discurso del odio, y los
ciudadanos ya no podían participar de la vida civil y política del Estado en
condiciones de igualdad, fue cuando supimos que teníamos derechos y que debíamos
haberlos conocido, usado, defendido e impedido su veloz y previsible
quebrantamiento.
Así se fue
desmantelando el mundo libre que como conquista
social habíamos empezado a consolidar tímidamente en occidente a partir del
siglo XX; aunque en el fondo nunca fuimos libres, nunca alcanzamos la madurez
del ser social e individual; pero aun así, nos regodeábamos en orgullo y
democracia sin pensar que podríamos retornar a las oscuras cavernas, a los
grilletes, a la hoguera, a los castigos crueles y a las penas sádicas como slogan de
una justicia dudosa y selectiva. Fuimos esclavos de nuestras pulsiones, de
nuestros vicios y adicciones, de las imposiciones ajenas, de los temores y las
culpas, de la infértil búsqueda de sentido en un mundo pernicioso, vulgar y
ajeno. Ahora lo éramos, todos por igual, del triunfo de la inhumanidad.
Estados
teocráticos, hambrunas, dictaduras, presidentes vergonzantes, líderes
corruptos, asesinos aclamados, luchadores cooptados, jóvenes adiestrados bajo
el modelo insensato de la célebre escuela de Chicago, terremotos made in, incendios forestales, huracanes
y tsunamis porque la naturaleza también manifestaba su enojo con temibles y
aterradoras devastaciones y feroces virus. Fueron despareciendo, una a una, las
especies animales, jaguares, osos y cebras solo existían en fotografías de
revistas o laminas coleccionables del álbum Jet; caían desde el cielo las abejas,
las aves y los peces muertos, como lluvia amarga sobre los jardines, y los
humanos arrinconados por la historia perdían la fe en el más allá, en su Dios,
y hasta en sí mismos y en su debilitada fuerza transformadora.
Día
a día: Masacres silenciosas, violaciones de mujeres y niños, ancianos
abandonados y maltratados, niños sin porvenir, familias náufragas tras el sueño
del feliz destierro, la motosierra como arma predilecta de sádicos contra
humanos, cacerías despiadadas, talentos cercenados, lágrimas apostatas,
sensibilidad en alquiler, escándalos de moda, críticas a la razón y aplausos a
la sinrazón.
Así,
entre escándalos, silencios impuestos y algarabía de salón, fueron dándose las
señales de nuestra debacle definitiva, pero nadie tenía tiempo para ver, para
pensar, para sentir de verdad; cada cual luchaba por un mendrugo de vida sin
sueños, esperanzas ni dignidad; todos estábamos atontados viendo, deseando,
anhelando y suspirando por ese confort lejano que nos ofrecía la caja de
sofismas y perversiones que desde su invención ocupó siempre un lugar
privilegiado en el hogar. Aparecieron publicaciones esporádicas de revistas
científicas que poco llamaban la atención, pero que nos advertían que la
infertilidad masculina se había generalizado en las últimas décadas. En un
artículo titulado "Sperm Count Zero" (Cuando el recuento de
espermatozoides llega a cero), la revista GQ analizaba esta inquietante
cuestión y señalaba que la situación se había vuelto tan grave que quizás estábamos
a una generación de perder por completo la capacidad de reproducción.
Desapareceríamos como especie o perderíamos la capacidad de la reproducción
natural. Quienes lo advirtieron desde el alto poder, lo entendieron como forma
de someter y garantizarse lujo, riqueza y más poder. Fabricas de ovarios, semen
artificial, niños hechos a la medida del gusto y la moda ocasional.
Ya
ni la poesía, ni la música, ni la buena literatura eran suficientes para las
minorías pensantes que insistían en crearse un pequeño mundillo marginal;
tampoco lo era para las mayorías embrutecidas los reinados de belleza, los realities, las tetas de silicona, los
aspiracionales de lujo que tanto anhelaron conquistar. Llegamos al punto
execrable en que ya nada podía distraernos del mundo de hienas que habíamos
construido para legar a las futuras generaciones. Todos vivíamos, comíamos,
soñábamos, copulábamos y moríamos en defensa personal.
Así
fue como murió la democracia, como se eclipsó la vida, como dijimos adiós a la
historia de promesas y mejores mundos posibles, al pensamiento fino y original,
y a nuestra humana y sensible evolución. Así terminó esta, nuestra historia, con
un estruendoso aplauso antes del anochecer.
[1] Esquire; “La segunda temporada de ‘El
cuento de la criada’ es una advertencia”. Por Mireia Mullor. Julio de 2018. Consultado
en: https://www.esquire.com/es/actualidad/tv/a22133848/el-cuento-de-la-criada-segunda-temporada-analisis/
Imagen de Cámara cívica; "Patriarcado y distopía". 2018
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