Asfixiadas o decapitadas: así mueren las democracias
Asfixiadas
o decapitadas: así mueren las democracias
Viernes 28
agosto, 2020
“Ahora las democracias no mueren por golpes de Estado, ni por la presencia del fascismo o el comunismo o las usurpaciones del poder. Las democracias mueren atacadas desde dentro, por vías de procesos electorales fraudulentos o irregulares, en particular con la presencia de elementos advenedizos, pichones de autócratas, que corroen desde el poder las instituciones de la democracia. En la actualidad -dicen los dos autores del libro Cómo mueren las democracias– el retroceso democrático empieza en las urnas”.
Pero el retroceso no para en las urnas, sigue en los tribunales, en las labores legislativas, en los medios de comunicación, y prácticamente le vendan los ojos a la población que no se entera cómo va perdiendo las instituciones democráticas. La corrupción se instala y la impunidad se establece como parte de la normalidad del sistema político. “La población no cae en cuenta inmediatamente de lo que está sucediendo. Muchas personas continúan creyendo que viven en una democracia, cuando en realidad están en un lugar muy diferente”[1].
Para
Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, autores del libro, cuando los políticos
tradicionales abdican de su responsabilidad ante un líder que amenaza la
democracia (siempre se reconoce), suele ser por una de dos razones: porque
creen equivocadamente que puede ser controlado o porque creen que les dará lo
que quieren.
“Es así como los autócratas electos subvierten la democracia, llenando de personas afines e instrumentalizando los tribunales y otros organismos neutrales, sobornando a los medios de comunicación y al sector privado (e instándolos a guardar silencio) y reescribiendo las reglas de la política para inclinar el terreno de juego en contra del adversario”, dicen Levitsky y Ziblatt[2]
Este libro parece dedicado al cuestionado mandatario colombiano Iván Duque, pichón criollo de tirano, pero también parece hacer alusión a la clase política tradicional de Colombia, que terminó por asumir que el destino del país se podía jugar a los dados en la oscura mesa del establecimiento. Esta idea permite entender que Álvaro Uribe no nos saltó al cuello como un vampiro o como injusta maldición. Uribe y su poder son el resultado de un largo proceso de desgaste moral, de permisividad y complacencia con el narcotráfico, la violencia y la corrupción, y de poca conciencia sobre lo público, por parte de una dirigencia sin norte ético que ha dominado al país históricamente, desde el origen de la república.
Sin una
clase política y empresarial ambiciosa y corrupta, proclive a la trampa, al
indebido uso de las instituciones y al abuso del poder, y dominada por una
delirante obsesión de poder, jamás el abanderado de un proyecto
narcoparamilitar habría escalado tan alto en el Estado ni habría dominado la
agenda nacional. Uribe llegó donde llegó, con todo lo que representa, porque el
sistema lo favoreció, la clase política lo ayudó, la guerra, la violencia y el
miedo le fueron de utilidad, los intereses detrás de los hechos noticiosos, el
manejo bursátil de los grandes medios, más una alarmante distorsión de valores
sociales y humanos (bajo una conciencia depredadora consumista y mafiosa) en
medio de un rentable juego de maquinarias, burocracia, corrupción, demagogia y
populismo, allanaron su camino. La búsqueda de la paz se olvidó, la ética fue
enviada al cuarto de San Alejo y la democracia al cementerio.
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