Incentivar el odio en una guerra nos condena como humanidad


Una invasión militar contra otro país, con bombas, misiles, ataques y bombardeos sobre la población civil, destrucción de edificios, puentes, vías, hogares, hospitales y escuelas, NUNCA se debe justificar. NUNCA. Y menos defender. 

Hoy las redes sociales rescatan material del cruel e inhumano Batallón Azov (grupo armado de extrema derecha señalado de ser pronazi y además aliado de la Guardia Nacional ucraniana desde 2014, tras la disputa entre Rusia y Ucrania por el territorio de Crimea) crucificando a un ciudadano por sus creencias religiosas en 2015 y quemándolo vivo. El vídeo, publicado directamente por los criminales del Batallón Azov, incluía una amenaza explícita a los habitantes separatistas del Donbass. Hoy se usa para mostrar cuán bárbaro es el pueblo ucraniano y para argumentar porque no se puede ni se debe tomar partido por su gente. 

Pero no sólo eso, a la par circulan vídeos sobre casos de segregación racial en el transporte público de Kiev, vemos pronazis ucranianos humillando a ciudadanos africanos; vemos racismo, xenofobia, barbarie; dolor provocado con cruel intención. El objetivo de esta recopilación histórica de horror reciente, quizás olvidado o poco difundido, es incentivar el odio mundial hacia el pueblo ucraniano, incendiar aún más la guerra y lograr que la compasión y la solidaridad, pilares de nuestra existencia como pueblos, no se apliquen sobre una nación que, en defensa de un ideal de justicia todos debemos repudiar hasta gozar con su merecida destrucción. Pero ese odio diseminado no nos sirve ni nos mejora ni nos libera. El mundo –o parte de él- sabe que un batallón genocida no es toda la población, y que el “unanimismo” o la homogeneidad ideológica en una sociedad es antidemocrático y nunca ha existido al 100%, por más que las tiranías hayan tratado de imponer su visión de mundo, silenciando, domesticando y aterrando a sus contradictores y sometiendo a la mansa población civil. No todos los ciudadanos de Ucrania son pronazis, asesinos o criminales, como no todos los habitantes de Colombia son mafiosos, paramilitares, guerrilleros o uribistas, ni todos los brasileños con bolsonaristas ni todos los mexicanos son narcotraficantes ni todos los rusos aplauden la decisión de Putin. 

¿A nombre de qué se aplasta a un pueblo? El presidente ruso reconoce la independencia de las autoproclamadas repúblicas populares de Donetsk y Lugansk, quiere forzar la neutralidad ucraniana y detener la expansión de la OTAN hacia el este de Europa.  Las razones históricas son tan suficientes como insuficientes. Hoy vemos por Tv el ataque aéreo ruso sobre Kharkov y Kharkiv, el furioso avance de tropas a través de la República Popular de Donetsk, la presencia del ejército ruso al norte de Mariupol, enfrentamientos militares en Pisochin, oeste de la ciudad de Járkov, jóvenes soldados muriendo en una demencial guerra en la que quienes la ordenan están lejos de participar en ella, vemos enormes tanques entrando a Kiev, miles de ciudadanos aterrorizados que se ocultan en refugios improvisados en las estaciones del metro y temblorosos escuchan las sirenas que no sonaban desde la Segunda Guerra Mundial, niños que no saben porque los sacaron a rastras de sus casas, adolescentes que empuñan las armas cuando deberían estar en la escuela, soldados ucranianos tomando posiciones en edificios de apartamentos en Kharkov mientras amenazan y expulsan a quienes se oponen a la resistencia, vehículos militares en jardines infantiles en Mariupol, muertos en Okhtyrka, fuerzas rusas ingresando a la ciudad sureña de Kherson, familias que se dividen y huyen entre los bosques y el frío para llegar a la frontera con Polonia o a Rumania llevando niños en brazos y dejando atrás a los abuelos. 

En cinco días hemos visto el rostro de la cruel guerra, el dolor, el llanto, el miedo de millares de seres humanos, la derrota de toda una generación; el ideal heroico mil veces relatado en jóvenes de la resistencia civil, dispuestos a morir de modo prematuro defendiendo la tierra, aquello que llaman patria o la causa a la que son arrojados, y que por amor y dignidad no pueden ignorar. La muerte deambula libremente y el horror lo justifican quienes deberían callar o tender puentes para la reconciliación y la firma de acuerdos posibles que las partes, respetando a sus pueblos, puedan cumplir.

El mundo observa petrificado lo que ya algunos llaman el resurgimiento de la Guerra Fría. Algunos países prometen armas, municiones, ataques cibernéticos, alguien habla de ayuda humanitaria, el Parlamento de Letonia aprueba por unanimidad que se permita a los ciudadanos de ese país luchar en Ucrania, occidente desde su impotencia insiste en sanciones económicas, en cierre de bancos y fin de alianzas financieras, empresariales, deportivas, científicas, académicas y diplomáticas, y en convertir a Rusia en país paria para el mundo. Apretar, castigar, repeler, luchar hasta vencer o morir. ¿Es necesario?

No. El horror no se combate con horror. Ni la violencia con violencia ni el crimen con más crimen. Si una ideología se soporta en la barbarie, esa ideología no le hace bien a la humanidad y debe desaparecer para siempre, como también debería desaparecer la necia tendencia a generalizar para satanizar pueblos y justificar su exterminio. No se puede pensar que toda una nación es nazi, falangista, comunista, trumpista o uribista. No es cierto ni justo ni realista. 

¿Que nos deja esto? Dolor, dolor, vergüenza y una profunda derrota como humanidad. Nos deja la elocuente impotencia de occidente, la incapacidad de razonar cuando es un imperativo, la dificultad para dialogar y entender que portar ideas contrarias no nos convierte en enemigos a muerte, la certeza de la debilidad de la política y la diplomacia para encausar con agudeza y sentido las diferencias, reconocer fronteras y límites de respeto entre pueblos, para vencer los obstáculos ideológicos y cerrar las heridas de la historia cumpliendo compromisos y pagando deudas. Nos deja la necesidad de vencer los absolutos para empezar a buscar humanidad en la humanidad. Es cierto que cuando hay voluntad es posible construir consensos -aún en los disensos-, lograr que la razón, el buen juicio y las humanas consideraciones se impongan sobre la ebriedad de poder, el desprecio al diferente y la enfermiza necesidad de someter, subyugar, vencer y dominar. Siempre será posible tramitar los conflictos y la ofensas de manera racional y justa, detener la brutalidad, avanzar en los encuentros, entender las razones del oponente y buscar objetivos que generen un bien compartido e irradien esperanza y paz a las naciones del planeta. Siempre será posible entender que la brutalidad nos destruye como especie, fatiga el espíritu, no nos enriquece ni nos brinda motivos para sentirnos orgullosos ni nos regala un instante de paz para poder recordar la esencia del corazón, lo que es bello y sublime, y lo que todos, como hijos de un mismo tiempo, podemos y debemos defender, enaltecer y compartir. 

¿Vida o muerte? Que gane la vida que no tiene bandera, escudo ni nacionalidad.

Nota// Violencia trae violencia. Horror es horror y barbarie es barbarie, y no se puede justificar si viene de un lado y condenar si viene de otro.

¿Acaso el horror padecido por los ucranianos en el “Holodomor” liderado por Stalin en 1932 y 1933 justifica el auge del nazismo, la persecución a la población ruso parlante y el bombardeo sistemático durante ocho años sobre Donbass, al este de Ucrania, y a su vez esta persecución justifica una violenta y sanguinaria invasión militar? ¿Cuándo para esto entonces?

 //Fotos tomadas de: La BBC, New York Times, National Geographic, Público, Página 12



  

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