La paz tiene memoria de guerra




Recuerdo el día que mataron a Jaime Pardo Leal. Yo era una adolescente y en casa, al menos en aquel entonces, se escuchaba radio todas las mañanas. Cuando escuché la noticia sentí un temblor de país intenso y profundo, una grieta en el alma similar a la que sentí cuando la masacre del Palacio de Justicia o como la que sentiría tantas veces después cuando empezaron a matarnos todas las promesas o cuando estallaban las bombas de la guerra del narcotráfico en cualquier esquina de la ciudad. Salí corriendo calle abajo para alcanzar a mi papá que minutos antes se había marchado luego de su visita dominical. Sabía que bajaba por la sesenta y seis hasta llegar a la carrera trece, siempre hacía el mismo recorrido. Lo alcance en la once (ya tenía el paso cansado de quienes vieron naufragar las utopías en la intransigencia de las ideologías). Grite: “¡papá!”, y él me espero de pie junto a una caseta de lata en la que vendían dulces, periódicos y cigarros. Me miró expectante tratando de descifrar el urgente olvido que me había abocado a perseguirlo por la calle. 

Sin preámbulo alguno, como deben darse este tipo de noticias, le dije, recobrando el aliento, “mataron a Pardo Leal”. La cara de mi papá se desfiguró de espanto y secamente preguntó a la vendedora de dulces y cigarros si tenía radio. La mujer asintió con la cabeza y lo encendió sin decir palabra. Mi papá quería corroborar la noticia. Y a medida que la confirmaba a través de la voz sin eco de un locutor que leía en tono grave el boletín informativo de última hora, algunas lágrimas rebeldes rodaron por su mejilla. -Ahora si este país se jodió-, dijo apretando el puño.

Realmente el país ya estaba jodido y desde hacía rato; tenía que estarlo cuando era posible que se aniquilara a todo un partido político que recogía la desesperanza nacional y no pasaba nada, como tampoco pasó ese día ni pasaría cuando asesinaron a Bernardo, a José, a Carlos, a Miller, a Teófilo, a Manuel y a muchos más. La izquierda, como lo haría casi de forma permanente durante los próximos infames años, marchó ese día por las principales avenidas de la capital ondeando banderas rojas y amarillas; alguien desde un apartamento del centro soltó la “Marcha del Silencio” en la voz de Jorge Eliécer Gaitán con altoparlantes y su eco recorrió las casas y los edificios dejando cientos de corazones desolados. En el puerto de Barrancabermeja hubo disturbios, como los hubo también cuando mataron a Higuita, a Posada, a Chacón o a Cépeda. La policía reprimió a los manifestantes, los abogados defensores de los presos políticos trabajaron arduamente y las consignas que a boca de jarro se escucharon en el Cementerio Central de Bogotá: "Por nuestros muertos, ni un minuto de silencio, toda una vida de combate" o “yo te daré, daré patria hermosa una rosa y esa rosa se llama UP. ¡UP!”,  poco a poco se fueron disipando con la tarde, en los cafetines de aguardiente y tabaco, en las voces de José Luis Paniagua, Myriam de Lourdes y Carlos Barbosa que aquel año protagonizaban la telenovela “El Divino”, -adaptación de un libro de Gustavo Álvarez Gardeazábal- que, a decir de algunos medios, tenía un rating jamás alcanzado en la historia de la televisión, como decían también cada año con cada nueva producción.

Luego supimos, al menos algunos, los que nos resistíamos a no saber, que ese día, y los siguientes, si pasaron muchas cosas; unas familias se exiliaron,  otras fueron expulsadas con violencia de sus  casas, algunos idealistas fueron desaparecidos, un hombre de hierro, un exbanquero de buen corazón optó por pelear en el monte y no exiliarse, y se hizo guerrillero. Se puso el nombre de Simón Trinidad.

Si, pasaron muchas cosas durante esos terribles años, muchas vidas se apagaron, otras se trastocaron para siempre, algunas se malograron y otras eligieron el silencio y la distancia para preservar la vida y la integridad.  Pero en el país, en esa esfera inalcanzable de juegos y perversiones, de jaques y replegadas, no pasó nada. Siguieron escuchándose por muchos años más las mismas frases frías y acartonadas de los políticos rechazando cada nuevo crimen, exigiendo exhaustivas investigaciones, diciendo que sobre los responsables, (cuya identidad se ocultaba con elocuente eficacia), caería todo el peso de la ley. En los noticieros siguieron apareciendo las mismas sonrisas prefabricadas de labios maquillados de las presentadoras de turno a las que les daba igual hablar de muertos que de moda; siguieron los gritos de las víctimas que en las marchas burlaban los gases, las tanquetas, los golpes y los disparos, siguieron las novelas y los romances de moda, los escándalos de corrupción pasajeros, las elecciones presidenciales y legislativas que cada cuatro años negaban el triunfo a la abstención, las despiadadas masacres en el campo, los nuevos ejércitos creados bajo la bandera del odio al servicio de ricos empresarios, ganaderos y terratenientes, los desplazamientos forzados, los sicarios motorizados que salían a cumplir con su infame tarea y luego se refugiaban en las dependencias militares, la risa de la cúpula castrense tratando de justificar en ideologías erradas lo que no tenía justificación. Año tras año, lustro tras lustro, década tras década, siguió repitiéndose la misma historia, profundizándose la misma orfandad, la misma tragedia y en el país no pasaba nada.

Sin embargo, al amparo del impuesto olvido empezó a crecer la indignación en las minorías combativas que sabían que sí pasaban cosas, que querían cambiar este destino de miseria y vergüenza y se jugaban la vida en su noble intento; estallaba en el pecho la urgencia de cambio, había que actuar en consecuencia, hacer resistencia, gritar, denunciar, desafiar; nunca callar. Muchos lo entendieron y le apostaron al cambio. Algunos jamás regresaron, muchos se convirtieron en lápidas de piedra con pálidas inscripciones y unos pocos se dedicaron a vivir la vida haciéndole el quite a las balas, a las falsas sindicaciones y a las ignominias. Supieron que a sobrevivir se aprende y que en un país sin garantías qué sobreviva la coherencia es todo un triunfo.

Pero fue tanto dolor y tan profunda la derrota que la palabra paz descendió de los anaqueles empolvados de la historia y de las bibliotecas para instalarse en el vocabulario diario de analistas, políticos, activistas, académicos, estudiantes y periodistas; se convirtió en una necesidad inaplazable, en una obsesión para el país, en una urgencia desesperada para los millones de colombianos que, a diferencia de las minorías que veían la guerra por televisión y juzgaban la brutalidad de los guerreros desde sus cómodas poltronas con un vaso de whisky en la mano, vivían la guerra en su macabra dimensión. La padecían a diario en los campos arrasados, en los bombardeos, en los ríos enrojecidos donde a diario acudían las mujeres a buscar a sus maridos en los cuerpos flotantes, hinchados y eviscerados, en la mirada rota del hijo hambriento, en el sobresalto sudoroso que cortaba el aliento cuando sonaba una moto, una ráfaga o una motosierra, en los relatos agónicos de los amigos, en los rostros de los que jamás volverían, en el miedo cotidiano que se imponía como una mortaja. La paz tenía que ser un mandato, tenía que buscarse, guerrearse en una guerra aún más dura y profunda a la que dejaba tantos muertos y desolación en el país; había que enfrentar a peores y más perversos enemigos, pero había que hacerlo porque el destino de los jóvenes del país no podía seguir atrapado en esa tremenda disyuntiva de matar o morir. La paz tenía que dejar de ser ese anhelo ambiguo desprovisto de sentido y de arraigo para transformarse en un destino seguro, en una apuesta que se podría ganar a punta de voluntad, convicción y firme resolución.

Fue entonces cuando, ya hastiados de la guerra, entendimos que en medio de la contradicción política que suponía la presidencia de un hombre del establecimiento, dueño de un discurso neoliberal y sombrío pasado pero con valor para jugarse por la transformación, que la paz podía dejar de ser la construcción simbólica de un ideal lejano o una utopía difícil de concebir en la cotidianeidad, para ocupar la totalidad de la agenda nacional. A la paz había que darle color y forma; había que llenarla de contenidos, de voces, de acciones, de rostros y narrativas, de posibilidades y de imágenes que tuvieran algún eco o alguna opción en la realidad fáctica de las personas. Y así, algo perturbados por las contradicciones que a veces propone la historia y la vida misma, nos subimos esperanzados al tren de la Paz. Y nos jugamos por ella aun sabiendo que pasarían muchas décadas antes de verla hecha realidad.

Como sociedad empezamos a pensar en serio el tema de la paz, a debatir cómo y donde se construye, si es en las regiones o en los municipios, en las conciencias o en los corazones, desde los tribunales que imparten justicia o desde las enmiendas sociales y culturales. Entendimos que la paz como el amor mismo, se construye con gestos y acciones sencillas, y que garantizar bienestar, dignidad y felicidad a las personas es más fácil de lo que suponemos.  Pero también nos dimos cuenta que para que la paz sea duradera se debían erradicar las causas que hicieron de la acción armada una opción legítima en Colombia. Resultó entonces que pactar la paz era más sencillo que realizarla. Porque además de impulsar profundas transformaciones políticas, sociales y culturales, de querer cambiar la mentalidad de un pueblo vilipendiado y menospreciado, se hizo imperativo garantizar que el debate político fuera limpio y que en él no tuvieran cabida los discursos del odio, la intolerancia ni los ultimátums guerreritas. El lenguaje soberbio y sectario, incendiario y explosivo de verdades únicas y revelaciones infranqueables que a punta de violencia, sangre e infamias se quiso imponer en el pasado ya no era compatible con la nación de paz que queríamos y queremos construir.

Pero la paz no se basta así misma como ideal social; la paz necesita dientes, como afirman algunos, se debe creer en ella, se debe imaginar y construir pero también se debe refrendar, ya no través de algún mecanismo de participación ciudadana, como lo fue el fallido plebiscito del  2 de octubre de 2016, donde se impuso el miedo, la ignorancia y la falsedad. Se debe refrendar con acciones, con justicia, con decoro, en las calles, en la consciencia, en las aulas y en la voluntad de una nación que afirma querer vivir en paz. No basta el artículo 22 de la Constitución Política de Colombia: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Hay que transformar nuestro lenguaje, nuestras creencias y educar para la paz.

Hoy, luego de tantos engaños y desengaños, pérdidas irreparables y renuncias innecesarias, sabemos que la paz es una oportunidad en la que se juegan otros lenguajes y otras miradas, otros valores y otras prioridades, otras búsquedas y sentidos; una oportunidad única en nuestra historia de vida como nación. Ser conscientes del momento cumbre en el que nos encontramos y asumir que las decisiones que tomemos hoy configuraran el país en el que vivirán las próximas generaciones. La PAZ ya no puede ser solo una palabra con más significante que significado, una excusa caprichosa, un ardid peligroso o una ficha más que se juega sin gracia ni estrategia en el tablero de un ajedrez desgastado por la guerra y la derrota colectiva. Si queremos paz de verdad y en serio, no podemos mirar para otro lado, ni permitir que las muertes y violencias que marcaron nuestra tragedia se repitan entre el negacionismo y la minimización. La paz tiene que ser hoy, aquí y ahora, nuestra única posibilidad. No hay de otra si queremos que en el país pase algo realmente, algo que nos sustraiga de una vez y para siempre de esa historia de terrores que segó la vida de nuestros mejores hombres y mujeres.


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