Colombia, entre el realismo trágico y el realismo mágico




Bogotá, junio 18 de 2018

Hoy no salió el sol. El cielo se derramó en un llanto incontenible sobre valles, montañas y ciudades, y el frío obligó a cerrar puertas y ventanas.  Pero todo invierto tiene un final, siempre es así; luego de la lluvia la tierra germina, llega el sol y la vida, como siempre, se abre camino.  Nuestro invierno durará cuatro años…. Tal vez más.

Colombia ha sido históricamente un país de profundas contradicciones, en el que han convivido una democracia estable y formal, fuerzas mafiosos que han permeado el aparato administrativo y buena parte de la sociedad, un poder religioso avasallador e instigador de la violencia, y una profunda y dolorosa desigualdad social que se ha erigido como la principal causa de todo tipo de violencias y anomalías sociales. Esas mismas contradicciones sociales, políticas y culturales definieron el pasado domingo una compleja contienda electoral entre dos visiones de país diametralmente opuestas: una conservadora, regresiva y represiva y otra progresista, renovadora e independiente.

Colombia se jugó su futuro y perdió. No entendió que estaba ante las puertas de la historia: la que divide lo que fue y lo que será. Tuvo la oportunidad histórica de vencer en las urnas al bipartidismo de derecha tradicional, para optar por una propuesta de centro, comprometida con la paz y el cambio, pero la desaprovechó. Un país que elige a sus verdugos para gobernar, que prefiere atender la voz de un sicario a la de un académico, que arriesga un acuerdo de paz ya firmado y un proceso en marcha,  es un país enfermo,  carente de amor propio y de dignidad. Un pobre país que no tiene ni merece redención.  

Nunca antes en la historia nacional un candidato con un discurso renovado,  sensible y consiente,  ajeno al establecimiento y a las élites políticas, con capacidad para sacar al país de su profundo rezago social y liderar un verdadero proceso de cambio, tuvo tantas y tan reales opciones de triunfar. Pero resultó ser demasiado grande para un pueblo ignaro y asustado, incapaz de reconocer sus propios derechos y de luchar por ellos.

Sobre un programa que proponía romper con la profunda inequidad social, luchar contra la depredación ambiental, la corrupción institucional y generar los avances sociales que el país reclama en materia de salud, educación, garantías laborales, industrialización, desarrollo agrario y democratización en el acceso a la tierra, lograron imponerse, con más de diez millones de votos, las maquinarias y los vicios de una extrema derecha desgastada en sus constantes escándalos de corrupción, sin propuestas audaces ni novedosas, incapaz de entender el momento histórico, pero hábil en el juego electoral y totalmente unificada. Aunque su triunfo tampoco fue sencillo. Tuvieron que gastar ingentes sumas de dinero, aliarse los caciques enmohecidos de diversas toldas políticas, expresidentes vetustos en mora de hacerse a un lado para permitir a sus sucesores gobernar con autonomía, elites empresariales, grandes medios de comunicación con su ramillete de periodistas serviles a los intereses de sus patrones, sectas religiosas de todas las pelambres, terratenientes y gamonales que aun miran al país como una hacienda de capataces y peones, y la delincuencia política y mafiosa que desde las cárceles o desde la acción política, le brindó todo su respaldo.

El hasta hace poco desconocido Iván Duque, el hijo putativo de una casta feudal ligada al crimen y a la corrupción, el impuesto por el investigado senador y expresidente Álvaro Uribe Vélez, promete con su triunfo electoral el retorno de la más abyecta y violenta política al poder. Un títere de la infamia. Eso es. ¿Acaso puede haber algo más inmoral e indigno que pretender gobernar a nombre de otro con un programa fabricado por un otro que además encarna lo más bajo y ruin de la condición humana, o alcanzar un triunfo a base de mentiras, manipulación, exacerbación del miedo inculcado y de una feroz campaña de desprestigio a su contrincante?  

No lo creo. Pero es un hecho. Colombia seguirá siendo el país desigual, violento y corrupto que siempre ha sido. El país de las mafias y las depravaciones, el de los “falsos positivos”, el de la guerra, el de la sensibilidad extrema cuando desde afuera le señalan sus errores, el de la insolidaridad como norma, el de la gente más feliz del mundo pero sin concepto, sabor ni sustento, el de las mujeres de tetas y culos grandes de silicona, el de  los hombres de cadena de oro, revolver al cinto, auto de alta gama y chicas prepago de tacones y pelo teñido al lado que causan tanta fascinación entre jóvenes sin derechos, estudio ni oportunidades para romper el cerco de la marginalidad. Colombia seguirá siendo el país donde las voces críticas, las valoraciones éticas, el humanismo, el decoro en la política, la decencia, el intelecto  y el más elemental sentido común, son minoría.

Colombia eligió y eligió mal. Por miedo o por ignorancia o porque se orquestó un mayúsculo y bien ejecutado fraude electoral, como empiezan a revelar algunos jurados electorales que cuestionan la velocidad con la cual se realizó el pre conteo de votos, haciendo posible que 16 minutos después de cerradas las urnas el país supiera quien sería su nuevo presidente, y nos recuerdan que el mismo fiscal general de la Nación, Néstor Humberto Martínez, afirmó tres días después de la primera vuelta que “la dimensión de la corrupción electoral es nauseabunda” pero que revelaría sus pruebas después de la segunda vuelta, es decir cuando se consumara el nuevo fraude, para “no intervenir en política”. Todo ello puede ser cierto, que el pueblo se dejó intimidar y engañar, que es un pueblo estúpido, que hubo fraude, que los formatos E-14 de nuevo fueron adulterados, que el software la Registraduría fue manipulado, pero por ahora, lo único claro es que empieza para el país una era de incertidumbre y de profundas contradicciones sociales y fuertes enfrentamientos políticos.

Más allá de esta previsible derrota, de quienes impulsados por el deseo creímos que el tiempo de la renovación y la madurez política había llegado, y  del profundo sentimiento de compasión que hoy nos despierta este pueblo cicatero, ignorante y miope, en su inmensa mayoría, debemos reconocer que surgió una fuerza social consciente -ojalá compacta y con proyección política-, activa, y capaz de resistir la oscura noche que se avecina. El país ya no es ni volverá a ser el mismo después de esta jornada electoral en la que se pudo rescatar la conciencia adormecida y el corazón fatigado de un importante segmento de la población.

La importante votación que obtuvo la Colombia Humana liderada por Gustavo Petro, con poco más de más de ocho millones, fue básicamente un voto de opinión en el que convergieron los inconformes, los divergentes, sectores políticos de centro y de izquierda, varios movimientos ciudadanos de minorías étnicas y organizaciones sociales y sindicales. Fue el voto de la memoria de quienes no olvidamos el horror al que nos arrojó ocho años de Uribe en el poder, y fue también el de la esperanza de quienes creímos que es posible soñar y hacer realidad otro país. Fue en últimas, el voto frenético de la conciencia.

Pero no fue suficiente. Sin embargo, este resultado debe darnos la entereza necesaria para seguir adelante en la construcción del país que soñamos, para alcanzar la contundencia política que se requiere para potenciar nuestra degradada democracia, hoy tremendamente amenazada, y para trabajar con denuedo en la formación política de nuestras bases populares. El llamado es a levantarse de la derrota sin negarla ni disfrazarla repitiendo la frase de un célebre técnico de futbol que decía que “perder es ganar un poco”; hay que seguir sin desfallecer, crecer como organización política, secar las lágrimas, respirar profundo y mantener la unidad, porque un país que vota como vota y elige a los que elige, necesita con urgencia una respuesta social clara y movilizadora.

Si Duque no modera el plan de venganza urdido por su mentor para ejercer el poder, y cumple con sus amenazas de campaña, lo que le espera a Colombia es bastante incierto, oscuro y complicado.

Por un lado anunció y refirmó su intención -matizando el lenguaje para no hablar de “hacer trizas los acuerdos”- de hacer algunas modificaciones sustanciales al proceso de paz, lo que significa incumplir con lo pactado, impedir que los jefes desmovilizados lleguen al Congreso y puedan ejercer cualquier forma de participación política, puntos cruciales del Acuerdo mismo, y acabar con la Jurisdicción Especial de Paz (JEP), modelo de justicia transicional creado para superar el conflicto armado colombiano y facilitar el paso de los excombatientes a la vida civil, pero en mora de ser reglamentada vía legislativo. Su propuesta de hacer una profunda reforma a la justicia significa acabar con todas las cortes para crear un tribunal a la medida del gobierno, en el que ya no se pueda avanzar en los 28 procesos que la Corte Suprema le sigue al expresidente Uribe, por vínculos y conformación de grupos paramilitares, manipulación de testigos y complicidad en masacres, entre otros. También su idea (aunque tal vez no sea suya) de promover lo que él llama “la reingeniería del Estado” estaría destinada a garantizar impunidad a su mentor mediante una reforma en la composición de congreso, con lo que buscaría que las 185 investigaciones abiertas pero sin avance que cursan en la Comisión de Acusaciones, por crímenes de lesa humanidad, chuzadas, corrupción y homicidio, Caso Santoyo, ‘Yidispolítica’, etc., desaparezcan del todo como la misma Comisión.

Duque también amenazó con acabar el proceso de dialogo con el ELN y prolongar la guerra, y además se propone recortar las libertades ciudadanas, como el porte de la dosis personal, desconocer fallos y sentencias de la Corte Constitucional relacionadas con los derechos de la comunidad LGTBI, para impedir que los matrimonios homosexuales sean reconocidos como familia y puedan adoptar menores. Y en el tema ambiental el panorama es bastante preocupante: Va a privilegiar la expansión minera, el fracking y las fumigaciones aéreas sobre el derecho de las comunidades a la consulta previa libre e informada, y a vivir en un ambiente sano, y sobre el deber nacional de proteger el ecosistema, enfrentar el cambio climático y garantizar la sanidad en el agua y la producción de alimentos libres de contaminantes.

Nada bueno nos espera con este gobierno. Pocas horas después de ser elegido como jefe de Estado, obtuvo su primera victoria en el Senado cuando fue aplazada, una vez más, y por petición de la bancada uribista, la reglamentación de la Justicia Especial para la Paz (JEP), con lo cual se arroja al limbo el proceso, su implementación en marcha y los mecanismos de reincorporación de los excombatientes de las FARC.  Ya se preparan movilizaciones ciudadanas para defender, de nuevo en la calle, el derecho a la paz.

Gustavo Petro, desde el Senado liderará la oposición política, y su fórmula vicepresidencial, Ángela María Robledo, hará lo propio desde la cámara de Representantes, tal y como establece la ley de equilibrio de poderes con la dupla que es derrotada en segunda vuelta electoral. Sin embargo, su labor no será sencilla. Aunque cuenten con  figuras de enorme respeto ciudadano, como el profesor Antanas Mockus, Iván Cepeda, María José Pizarro, Gloria Flórez o Aída Avella, y una veintena más de congresistas, seguirán siendo minoría en el legislativo, como siempre lo han sido, pero la diferencia es que esta vez, al menos por ahora, no están solos. Esta nueva fuerza social, creativa y unificada, que surgió a la sombra del progresismo de la Colombia Humana seguirá resistiendo y combatiendo desde las calles y los campos, creyendo que aún es posible avanzar en la construcción de un mejor país, derrotar la indecencia política y frenar los previsibles exabruptos del uribismo en el poder, y ser gobierno en el 2022. Sin embargo, en la historia política de Colombia nunca alguien ajeno al establecimiento ha logrado gobernar, y la fuerza social que rodea a Petro tampoco será suficiente. Si no ocurre un hecho extraordinario, capaz de quebrar el curso establecido en los próximos años, y no se modifica la estructura mental, social y política de un pueblo adiestrado de manera permanente a través de los grandes medios, será casi que imposible materializar esta aspiración, y estaremos condenados como lo estuvieron nuestros padres y nuestros abuelos, a aplazar el sueño de cambio cada cuatrienio, una vez tras otra, para al final, cansados de soñar y de esperar, delegar la tarea a nuestros nietos y bisnietos.

Pero Colombia es hoy un país distinto al de nuestros abuelos, aunque siga igual, y en este nuevo país es posible construir una genuina opción democrática, así sea marginal,  y soñar con que más pronto que tarde se alcanzará la madurez política para ser poder; de hecho, aunque esta vez no logramos ser gobierno, ya somos poder; un poder ciudadano que bien puede desaparecer o con trabajo se puede fortalecer.

El reto que tenemos como país es el de consolidar una oposición fuerte, resistente, deliberante y movilizadora, unida en el deber de insistir, resistir y no desistir en este empeño por asegurar un real Estado social de derecho, cumplir con los Acuerdos de Paz, avanzar en las negociaciones con los demás grupos armados, fortalecer la democracia y la justicia, superar la escandalosa inequidad y trabajar, desde la educación, para vencer la estulticia de las mayorías nacionales.

La Colombia que triunfó ayer fue la del todo vale, la del 'usted no sabe quién soy yo', la de la ilegalidad y la indolencia, la que grita viva la tierra paramilitar y desprecia el dolor de sus víctimas; el país de los hornos crematorios, las casas de “pique” (sitios donde se descuartizan seres humanos) y la motosierra; el de la ignorancia, la inmoralidad, el arribismo y el gusto traqueto[1]; el que no es capaz de debatir ideas porque adolece de argumentos y prefiere acudir a la intimidación y a la calumnia; el que cree que es más grave la derrota de la selección frente a Japón que la del país frente a la trampa y la corrupción.  Pero aún no está dicha la última palabra, y quienes no cabemos en esa reducida noción de país, en la que se desconoce el sentido de la vida misma, nos declaramos en resistencia permanente hasta vencer.

¡Seguiremos de pie por una Colombia Humana! ¡No estamos muertos ni resignados! Y el triunfo de la derecha no es nuestra derrota.





[1] El historiador Renán Vega Cantor, explica cómo “se consolidó en Colombia una cultura que puede ser denominada como traqueta, un término procedente del lenguaje que utilizan los sicarios del narcotráfico y del paramilitarismo en Medellín, el cual hace referencia al sonido característico de una ametralladora cuando es disparada (tra tra tra)”. Consultado en: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=180935

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