Elecciones cruciales en Colombia: entre la democracia y la dictadura civil






Junio 10 de 2018.
En medio de  una fuerte polarización política, algunos actos de intimidación, sucias campañas de desprestigio, noticias falsas, el aparente colapso de las tradicionales maquinarias clientelistas electorales y algunos rumores –bien sustentados- de fraude en los pasados comicios, Colombia se prepara para elegir presidente en una segunda vuelta el próximo 17 de junio.

En el sistema electoral colombiano se establece la realización de dos vueltas cuando ninguno de los candidatos a la presidencia de la República, logra obtener más del 50% del total de los votos, como ocurrió el pasado 27 de mayo. Esto era previsible. No bastó con que tres candidatos declinaran en su aspiración (Vivian Morales, Piedad Córdoba y Rodrigo Londoño, excomandante de las FARC), cediendo su pobre caudal electoral a candidatos con más opciones; la amplitud del espectro político y la falta de algún detonante histórico capaz de inclinar la balanza, no ofrecía certezas a ningún candidato. El sector de la izquierda, más de centro que de izquierda, participó con tres candidaturas. Por un lado, a nombre del tradicional partido Liberal, estaba el jefe del equipo negociador de los exitosos acuerdos de Paz con las FARC, Humberto De la Calle; por Coalición Colombia (Alianza Verde, Polo Democrático Alternativo y Poder Ciudadano) figuró el profesor, ex gobernador de Antioquia y ex alcalde de Medellín, Sergio Fajardo, y en el el ala izquierdista estaba el ex militante de la guerrilla del M-19 (desmovilizada en 1990), ex senador y ex alcalde Bogotá, Gustavo Petro con su proyecto Colombia Humana. Pese a los llamados a la unidad que les hicieron sus partidarios y varios colectivos de ciudadanos, para forjar una gran alianza por la decencia y la paz, que pudiera derrotar las maquinarias y al uribismo en primera vuelta, no fue posible y llegaron divididos a la contienda electoral. La derecha participó con dos opciones: el ex congresista Iván Duque, elegido por Uribe y en consulta abierta como candidato de su partido Centro Democrático, y el ex ministro de vivienda y ex congresista con una larga trayectoria política como representante de las castas tradicionales, y nieto del ex presidente Carlos Lleras Restrepo, Germán Vargas Lleras por una disidencia liberal conocida como Cambio Radical.

Duque, con el apoyo del partido conservador que le aportó su fórmula vicepresidencial, la ex ministra de defensa Martha Lucia Ramírez, obtuvo la mayoría al alcanzar el 39% del total con 7.567.785 votos, mientras que Petro, apenas superando a Fajardo en 262.140 mil votos, consiguió el 25% con 4.850.639 votos, suficientes para pasar a la segunda vuelta. Más allá de los errados vaticinios, de las encuestas y del sentir ciudadano, se cumplió lo que muchos analistas esperaban: una tensa elección entre dos extremos políticos totalmente disímiles.

El panorama hoy es incierto. Por un lado hay quienes aseguran que dada la tradición conservadora de buena parte de la sociedad, los rezagos de una violencia social que ha empobrecido y marginado de los procesos formativos a un amplio segmento de la población, y la eficacia de esa tradicional forma de hacer política, apelando al engaño, el miedo, la compra de votos y la maquinaria, más el poder del que aun goza Uribe, el resultado podría ser favorable al candidato de la derecha, Iván Duque, un casi completo desconocido para el país que apenas llegó al congreso en la legislatura pasada como parte de la lista cerrada del ex presidente Uribe Vélez, sin que nadie haya votado por él y sin lograr mérito alguno en su función legislativa. Pero hay otro sector que sabe que Colombia necesita avanzar hacia un cambio rotundo, y que éste será imposible de materializar a través de las mismas familias y apellidos que han detentado el poder político y financiero durante más de 200 años.

Gustavo Petro, quien encarna sin tapujos esa esperanza y promete ser la renovación de la política, es un fenómeno político sin precedentes que llena plazas de muchedumbres enardecidas. Logro, con todo el establecimiento en contra, los medios de comunicación, las elites, las corporaciones públicas de justicia y la empresa privada, sin recursos económicos y sin maquinaria, sin padrinos ni amos políticos, no sólo pasar a segunda vuelta, algo impensable en un candidato de izquierda, también se convirtió en un referente de valor y decencia, y en la esperanza de un país que no soporta más el yugo del miedo, la desvergüenza y la tiranía de gobiernos indolentes, corruptos o guerreristas. Hoy muchos ciudadanos y colectivos consideran que el voto de opinión cautivo, el decidido apoyo de referentes éticos del país, la conciencia de un sector pensante sobre el deber de salvaguardar el proceso de paz, la fuerza que desata en los corazones de esa Colombia marginal (lo que algunos analistas califican de populismo o de extremismo de izquierda), serán suficientes para que, pese a las encuestas, logre llegar a la Casa de Nariño.

Sea cual sea el resultado de los próximos comicios, si avanzamos o retrocedemos, si ganamos democracia o renunciamos a ella, lo cierto es que este país ya no es el mismo que encontró el presidente Juan Manuel Santos, cuando con la promesa de alcanzar la paz, inició su mandato ocho años atrás. La sociedad ha cambiado y la realidad cultural ha permitido dibujar en el horizonte político dos visiones de país completamente antagónicas: una alineada a la extrema derecha, con su discurso radical y prácticas tradicionales, y otra de centro, en la que se reconocen valores democráticos universales y alternativas viables para pasar del rezago de la pre modernidad hacia la plena modernización del Estado. “Mientras diversos sectores del país, como el movimiento campesino, las mismas FARC o la derecha recalcitrante, transiten por la premodernidad,  sólo podrán aspirar a la venganza pero no a una construcción nacional”, afirma Petro.

Hoy en Colombia, buena parte de la sociedad es consciente de que los cambios son procesos largos que responden a condiciones históricas y materiales específicas, en los que se pone a prueba la madurez política de un pueblo, la realización de cierto grado de libertad que promete el Estado, la flexibilidad de sus estructuras político económicas y el valor de los principios que soportan un discurso, así como la capacidad para disentir y converger en un llamado común, capaz de anticipar al advenimiento de una nueva realidad. Nadie niega que el país se encuentra inmerso en un profundo proceso de transformación que genera más miedos e incertidumbres que certezas, que implica retrocesos, pequeños avances, intentos de saboteo, confusiones y hasta exaltaciones de malestar social e incomprensión histórica. Pero el proceso ya está en marcha y nada lo podrá detener, ni siquiera un adverso resultado electoral.

Colombia quiere paz y no admite más corrupción

El hastío generalizado hacia una clase política mezquina e indiferente al dolor del pueblo, los elevados índices de corrupción que de escándalo en escandalo han puesto al descubierto como desde el poder administrativo se saquean los recursos de la nación, sumado al creciente anhelo de construir una verdadera paz, precipitaron en la conciencia nacional la ingente necesidad de concretar un cambio. La miseria de las mayorías que contrasta con la opulencia de minorías y la precaria realidad que afronta una clase media que pareciera encontrarse a puertas de la extinción definitiva (no por ascenso en la pirámide social), potenciaron el malestar de una fracción pensante que se cuestiona y sabe que las cosas pueden ser diferentes. Colombia pasó en los últimos años de ser el país con los más grandes y sangrientos carteles de la droga, integrados por narcotraficantes y bandas criminales, a ser el país de los carteles de la corrupción, protagonizados por congresistas, altos funcionarios del poder público, políticos y empresarios: cartel de la contratación, de la toga, de la hemofilia, de las tutelas, del ganado, de los cuadernos, de los pañales, del síndrome de Down, de la salud, del azúcar, del cemento y de la chatarrización, entre otros. Estos hechos sumados a fuertes y sonados escándalos de corrupción que significaron billonarias pérdidas para el país como en los casos de Reficar, los sobornos de Odebrecht –que sobrepasan los 88.000 millones de pesos e involucra a varios altos funcionarios del actual gobierno y del anterior–, el desfalco del Programa de Alimentación Escolar (PAE) que costó más de 60.000 millones de pesos y puso en riesgo la vida de niños en estado de extrema vulnerabilidad, más la venta de fallos judiciales por parte de magistrados de la Corte Suprema de justicia, llenaron la copa de la indignación nacional.

Conforme aumentaban las denuncias por estos hechos, crecía tanto la desconfianza en los políticos como la certeza de que las cosas podían y debían cambiar. Este hastío generalizado, sumado al anhelo de concretar una paz real, y la convicción de que era posible construir una nación democrática más justa y equitativa, fueron los detonantes de un proceso de transformación histórica que se dinamizó bajo los gobiernos de Juan Manuel Santos, que, pese a sus programas regresivos en materia ambiental, agraria y laboral, logró sintonizar al país en una idea y llevarlo en pos de un gran objetivo común: derrotar la guerra, reconocer a las víctimas y la deuda histórica con ellas, y sentar las bases, mediante una negociación política con la guerrilla, de una paz posible, estable y duradera.

Firmados los Acuerdos de Paz entre el Gobierno Nacional y la guerrilla de las FARC en el 2016 comenzó a configurarse un nuevo paradigma social y político, en el que a la par que se avanzaba en la reglamentación e implementación de los acuerdos para la desmovilización y reincorporación de los armados a la vida civil, se hizo latente la urgencia de promover la reconciliación entre nacionales, de pasar la página del horror sin caer en el olvido, del deber de todas las partes involucradas en el conflicto de revelar toda la verdad acerca de nuestra historia de guerra y violencia -precisando las causas estructurales que motivaron la lucha armada y permitieron la existencia de grupos subversivos por más de seis décadas-, y, también, desnudando la alianza político militar mafiosa que desde el Estado permitió la creación y multiplicación de los grupos paramilitares, responsables –con la anuencia de las Fuerzas Militares- del más del 80% de los crímenes de lesa humanidad cometidos con especial rigor en la segunda mitad del siglo XX, incluyendo el genocidio político de la UP.

Para hacer viable el proceso de paz, ajustarlo a la jurisdicción nacional, facilitar la entrega de armas y la reincorporación de los armados, brindar garantías de cumplimiento de lo pactado, y garantizar la seguridad y estabilidad jurídica del Acuerdo mismo, el gobierno se propuso blindarlo tanto a través del Congreso y de la Corte Constitucional mediante una ley ordinaria y un acto legislativo que uniera el Acuerdo Final a la Carta Política, como ante la comunidad internacional, al solicitar que fuese incorporado a la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que había aprobado la misión de verificación del cese bilateral y definitivo del fuego con la guerrilla de las FARC.

De manera simultánea se diseñó una nueva institucionalidad, compleja y ambiciosa, complementaria a la creada para dar viabilidad a la Ley 1448 de 2011 (ley de víctimas y restitución de tierras), a través del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición (SIVJRNR), compuesto por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), con un mandato de 15 años e integrada por 51 magistrados (38 de ellos titulares y 13 suplentes), 14 juristas extranjeros en calidad de 'amicus curiae', un Tribunal de Paz, una Sala de Reconocimiento de Verdad y Responsabilidad y de Determinación de los Hechos y Conductas, una Sala de Amnistía e Indulto, de Definición de Situaciones Jurídicas, una Unidad de Investigación y Acusación y una Secretaría Ejecutiva.

También se creó la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición con sus respectivas subdirecciones y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas en el contexto y en razón del conflicto armado, entre otros. El apoyo de la comunidad internacional y la audacia del presidente Santos, consciente de que aun para el logro de un bien mayor era necesario convencer a un congreso acostumbrado a las prebendas y apetitos burocráticos, permitió que el país pudiera contar con los mecanismos capaces de asegurar, con el menor traumatismo posible, el paso de los antiguos combatientes a la vida civil y que la sociedad estuviera dispuesta a recibirlos y a aceptar que si bien no se cumplía con su noción de justicia punitiva, si era posible abrir un camino hacia la paz sin sacrificar la justicia.  Pero en medio de este arduo y costoso proceso, que incluyó la crisis que se desató con la derrota del plebiscito por la paz, empezaron a emerger otras formas de violencia que habían sido minimizadas en el pasado. Los conflictos sociales que la guerra ocultaba se hicieron visibles: las disputas territoriales, las amenazas ambientales y sociales de la mega minería, las luchas por los recursos naturales, las crisis políticas locales, las alianzas entre actores civiles y militares con mafias para el control territorial y rutas del micro-tráfico, los asesinatos de líderes y lideresas sociales, entre otras formas de violencia propias del crimen organizado, que no habían sido admitidas, ni siquiera abiertamente reconocidas por los gobiernos de turno.  A ello se suma ahora el asesinato de ex-guerrilleros y sus familiares.

Firmados los Acuerdos de Paz, dejó entonces de ser la lucha armada el principal detonante del miedo en la sociedad, al menos de ese miedo admitido y reconocido por autoridades y por la gran prensa nacional como un miedo legítimo; más allá de éste, imperaba otro, mucho más profundo a aquel que hoy día podría derivarse de la terca existencia de la guerrilla del ELN o de la persistencia paramilitar: el miedo a pensar, a ejercer ciudadanía, a defender lo que es de todos aunque parezca no tener dueño, el miedo a deliberar libremente sobre política, religión, preferencia sexual, protección ambiental o justicia social.  El miedo a que la libre expresión ciudadana nos cueste la vida.

El miedo a perder lo ganado con la firma de la paz.

Las cifras del desarme son alentadoras y muestran cuán importante es mantener este rumbo: ya no hay soldados mutilados ni muertos en combate, las víctimas de las minas antipersona disminuyeron en un 92%, no se registran tomas guerrilleras de poblados, ni “pescas milagrosas”, ni combates armados con niños y ciudadanos en el medio, ni masacres de campesinos, ni guerrilleros sin ojos, ni guerrilleras violadas, el desplazamiento forzado se redujo en un 79% (según el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados –Acnur-  en cinco décadas  se contabilizaron 7,4 millones de víctimas de desplazamiento) y en el Hospital Militar el 97% de sus camas están vacías. Pero subsiste la violencia y un miedo que no es infundado. Entidades gubernamentales como la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría y la Fiscalía General de la Nación reconocen que desde enero de 2016 al presente, junio de 2018, han sido asesinados 289 líderes sociales en Colombia. En la primera semana de este mes fueron asesinados siete líderes sociales, y aunque el parlamento europeo envío una carta al jefe de Estado expresando su preocupación por estos hechos que empiezan a configurarse en una de las peores forma de violencia como es el genocidio, y Amnistía se pronunció exhortando al gobierno a cumplir con su deber de brindar protección y  garantías para el activismo social y la defensa de los derechos humanos, el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, negó el patrón sistemático de los crímenes, y declaró meses atrás, que se trataba de hechos aislados, líos de faldas o problemas de linderos, y que no existía ninguna organización “asesinando a líderes sociales”. Sin embargo, el gobierno, a través del ministro del Interior, Guillermo Rivera, anunció en diciembre de 2017 que se pondrían en marcha dos nuevos mecanismos para mejorar la protección a los defensores de derechos humanos en Colombia, pero las cifras siguen aumentando.

En marzo de 2018 se emitió el decreto 660 de 2018 con el que crea el ‘Programa Integral de Seguridad y Protección para las Comunidades y Organizaciones en los Territorios’, dirigido especialmente a líderes sociales, activistas, mujeres, indígenas, integrantes de la comunidad LGBTI y defensores de derechos humanos, enfocado en la protección colectiva y en promover la paz en los territorios. Con el apoyo de las comunidades y del Sistema de Prevención y Alerta para la Reacción Rápida, su objetivo es “identificar los factores de riesgo de violaciones a los derechos humanos y garantizar la integridad, la libertad y la seguridad de comunidades y organizaciones en los territorios”. Sin embargo, como todo esfuerzo gubernamental que se  refiere a la paz, la justicia, la reconciliación, la convivencia pacífica y democrática en los territorios, y la construcción de confianza entre entidades públicas y comunidades, a través de la articulación local y nacional, se quedó en retórica; no ha producido los resultados esperados y tampoco cumple con su deber de revelar la naturaleza de la maquina criminal que sigue operando impunemente en el país.

En este complejo escenario, Colombia se prepara para elegir nuevo presidente, pero se trata de algo más radical y profundo que una mera designación; más que una candidatura lo que el país se juega este 17 de junio es su democracia: debe elegir entre abrir las puertas a una dictadura civil o avanzar en su proceso de vencer la guerra y sus causas.

Elecciones históricas

Colombia es un país de tradición democrática, en el que las aventuras militaristas no son abiertamente admitidas pese al espíritu conservador de buena parte de la sociedad, sus instituciones son fuertes, aunque las resquebraje la corrupción, como ocurre en buena parte del continente americano. Colombia es el tercer país más desigual mundo, posee una de las peores condiciones laborales del continente, la violencia se ha instalado en la historia y en la misma conciencia ciudadana como forma legítima para demandar cambios y hacer política, y el costo de la vida en relación con los ingresos de las mayorías es de los más bajos a nivel planetario, lo que contribuye a profundizar la brecha social entre pocos ricos muy ricos y muchos pobres muy pobres; cerca de 26 millones de personas viven en la pobreza y otros ocho en la indigencia. Además su sistema de salud es elitista y a través de las EPS se ha convertido en negocio de particulares. La educación no sólo es de baja calidad en términos generales, es costosa y solo minorías logran acceder a ella.

El actual contexto electoral, enrarecido por una impertinente turbulencia política, no es el ideal pero sin duda es mejor al de años anteriores. No sólo porque las FARC participan como ciudadanos en pleno uso de sus derechos constitucionales, hay un anuncio de cese al fuego temporal por parte de la guerrilla del ELN y del 'Clan del Golfo'; los demás reductos paramilitares que operan en casi todo el territorio nacional no se han opuesto abiertamente a las deliberaciones, aun cuando si han hecho circular algunos panfletos amenazando a quienes promueven la campaña de Gustavo Petro, y, esta vez, no han asesinado a ningún candidato como sucedió entre 1989 y  1990 cuando tres de ellos, Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, ex comandante del M-19, fueron asesinados siendo aspirantes a la Presidencia de Colombia en las elecciones de 1990.  Como factor positivo se debe reconocer que han emergido nuevas fuerzas sociales y políticas, que, orientadas a fortalecer el Estado social de derecho, amenazan con relegar al ostracismo de la historia la hegemonía bipartidista que dominó durante el siglo XX, con la posibilidad de transformar ese fetiche político, conocido como pueblo, en una significativa fuerza democrática.  

Los procesos electorales no han sido expresiones plenas de la sólida democracia colombiana en los últimos cincuenta años; desde el fraude electoral de 1970, que dio origen a la guerrilla del M-19, -o desde antes- ninguna propuesta política ajena al establecimiento ha logrado llegar al poder. En las contiendas que se han adelantado este año, no obstante, se reconocen importantes transformaciones como la llegada al congreso de nuevas ciudadanías ajenas a la política electoral, muchas de ellas provenientes del movimiento social y de las organizaciones defensoras de los derechos humanos. También son las primeras convocatorias que se producen sin violencia guerrillera, en la que los antiguos combatientes de la guerrilla, hoy desmovilizados y organizados en un naciente partido político, pueden hacer uso de sus derechos ciudadanos y constitucionales, y participar como candidatos –con pocas posibilidades y mínimas garantías- y como electores. Ver a Rodrigo Londoño, más conocido como comandante Timochenko, quien tuvo que declinar en su aspiración presidencial por problemas de salud, acudiendo a las urnas para hacer uso, por primera vez en su vida, del derecho al voto, fue sobrecogedor y seguramente quedó registrado en la memoria de muchas personas como un grito de esperanza en la nueva historia. Esta vez no se registraron bloqueos armados, quemas de sufragios, ni traslado de mesas de votación por razones de seguridad.

No obstante, la falta de transparencia en los comicios, la compra de votos y el constreñimiento al elector, siguen siendo prácticas comunes en el proceso electoral. La misión de observadores de la OEA, luego de acompañar la primera vuelta presidencial, declaró que aún se advierten deficiencias en los procesos. Por un lado, el diseño de las mamparas no garantiza el secreto del voto, la presencia de testigos en las mesas fue limitada, con lo cual se debilita la integridad del sufragio, y en relación a los delitos electorales, observó compra de votos en Bogotá, Norte de Santander, Antioquia, Bolívar y Atlántico, y traslado de votantes. Indica también que la labor de la Registraduría fue eficiente, lo que hizo posible que hora y media después del cierre de mesas, se conocieran los resultados preliminares, y que todos los candidatos se pronunciaron de manera respetuosa y afirmativa.  

Sin embargo, un día después de la jornada empezaron a circular denuncias sobre fraude. La prueba que se exhibía era la adulteración de los formularios E-14 (los formatos en los que los jurados de votación reportan el conteo de votos). El registrador salió presuroso a aclarar en rueda de prensa que se trataba de errores humanos involuntarios que no correspondían al delito de fraude, pero el equipo de la campaña de la Colombia Humana radicó 27 reclamos en relación con 1.706 mesas de votación distribuidas en 17 departamentos del país, afirmando que se habrían presentado otras anomalías en los formatos E-24, que corresponden a las actas de las comisiones escrutadoras. El Consejo Nacional Electoral descartó, diez días después, cualquier posibilidad de fraude. Capítulo cerrado. Pero no para un numeroso grupo de jóvenes que insisten en su laboriosa tarea de revisar, uno a uno, mesa a mesa, la totalidad de los formularios, y han radicado una tutela pidiendo el aplazamiento de la segunda vuelta en tanto no se ofrezcan plenas garantías. Su esfuerzo no cosechará fruto alguno.



 Por su parte la Misión de Observación Electoral (MOE) advirtió que sin ser novedad, en 82 municipios de 18 departamentos existían más votantes que habitantes, señalando que estas inconsistencias entre datos de población y censo electoral, ya habían sido detectadas en el 2011.


Ningún proceso electoral es totalmente transparente, al menos no en Colombia, eso no es novedad, pero las veces que se han demostrado fraudes, descartando el de 1970, ha sido tan bajo su nivel de incidencia en el resultado final que ha terminado por ser desestimado por la autoridad electoral. Las pasadas elecciones no fueron la excepción. Lo realmente novedoso en este proceso fue el incremento en la participación de votantes, la más alta de los últimos años. La abstención alcanzó un 46.62%, y de las 36’783.940 personas habilitadas para votar solo ejercieron este derecho 19'636.714, pero cabe recordar que en las elecciones presidenciales de 2014 cerca del 60% de los ciudadanos se abstuvieron de participar. En 1990 la abstención fue del 57.52%, en 1994 de 66.05% y en el 2010 alcanzó el 57.5%.

Este ha sido un proceso electoral atípico, en el que si bien se han expresado diferentes tendencias y se reconoce un colorido espectro político, no ha estado exento de una fuerte campaña mediática de desprestigio, de agresiones verbales y físicas, como sucedió en un atentado poco investigado contra el candidato de la Colombia Humana en Santander cuando su auto fue abaleado. También se ha acudido a la desinformación mediante la circulación de falsas noticias a través de redes sociales, el estigma contra algunos candidatos a través de la gran prensa, y las viejas y aceitadas maquinarias tradicionales han cambiado de bando electoral.

Para segunda vuelta se enfrentan dos programas muy diferentes de gobierno. Por un lado está Duque, la nueva cara de la vieja política, y Petro, que representa la nueva política y el paso hacia la modernidad.

Iván Duque, el ungido de Uribe

Favorito en las encuestas, Duque, el exaltado por el investigado y temido ex presidente Álvaro Uribe Vélez, ha logrado consolidar una fuerza política que recoge desde lo más reaccionario en el espectro político hasta los adalides de esa vieja clase política,  destinada a desaparecer. Duque se presenta como un candidato joven, líder de las nuevas y patriotas juventudes, y propone mantener el statu quo, reformar la justicia para eliminar las altas cortes (Corte Constitucional, el Consejo de Estado, el Consejo Superior de la Judicatura, la Jurisdicción Especial para la Paz y la Corte Suprema de Justicia, que investiga a su mentor por crímenes que van desde corrupción hasta de lesa humanidad, vínculos paramilitares, ‘chuzadas’ telefónicas ilegales, entre otros), reformar la constitución del 91, permitir que el fiscal sea elegido por el presidente y no por la Corte Suprema de Justicia -como sucede hasta ahora- a partir de una terna presentada por el presidente de la República, ampliar la edad de pensión y modificar el Acuerdo de Paz ya suscrito y aceptado por las partes, y reconocido por la comunidad internacional, como un compromiso que se debe respetar y cumplir.  

Estas propuestas son preocupantes y de extrema gravedad para el país. Por un lado, eliminar las Cortes equivale a formar un solo cuerpo carente de independencia y autonomía; sería desvertebrar el Estado y acabar con la independencia de poderes en la rama pública, soporte fundamental de la democracia.

Su propuesta de hacer modificaciones profundas a los Acuerdos, incluye desconocer la esencia de lo pactado, como es garantizar la participación política de los guerrilleros desmovilizados, mediante la asignación de diez curules (cinco en senado y cinco en cámara de Representantes) durante las legislaturas de 2018 y 2022.  Diez curules es algo ínfimo si se compara con otros procesos de paz en el mundo; por ejemplo en Angola se acordaron 70 curules, cuatro ministerios y siete embajadas para los desmovilizados que firmaron la paz; en Sierra Leona la vicepresidencia y cuatro ministerios y en Sudán se incluyó en la negociación la vicepresidencia, 126 curules y ocho ministerios. Duque considera que quienes cometieron delitos de lesa humanidad no pueden aspirar al congreso sin antes haber pasado por la JEP, organismo encargado de juzgarlos y condenarlos, pero cuya reglamentación ha sido dilatada por el mismo congreso. Y afirma que de llegar a la presidencia presentará un proyecto de ley para revocarles las diez curules a las FARC, y sobre los diálogos de paz con el ELN asegura que nos los continuara. Todos sabemos que la paz no es completa en tanto todas las estructuras insurgentes y los carteles de los nuevos grupos paramilitares no renuncien a la violencia y a la lucha armada.  

El parcial incumplimiento de los acuerdos por parte del gobierno, la falta de seguridad para sus bases, que empiezan a ser asesinadas, y las precarias condiciones de vida en las que se encuentran hoy muchos ex combatientes, han sido estímulos para la disidencias que, de acuerdo con una investigación realizada por Fundación Ideas para la Paz (FIP) se estima que hay cerca de 1.200  disidentes, aunque fuentes extraoficiales señalan que podrían llegar a ser 1.500. Ahora con un posible nuevo gobierno de corte uribista, que se opone abiertamente a cumplir con los acuerdos pactados entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC, se incrementaría además de la desconfianza y la inseguridad jurídica, el riesgo real de que muchos ex combatientes opten por retornar a la lucha armada.

No menos preocupante es su propuesta de desconocer los pronunciamientos y fallos de la Corte Constitucional en relación con la igualdad de derechos para la comunidad LGTBI y para las familias integradas por parejas del mismo sexo, con posibilidad de unirse en vínculo matrimonial y adoptar hijos. Duque defendería desde el gobierno el concepto de familia tradicional formada por una pareja heterosexual.  Otro retroceso que propone en materia de derechos, se refiere a la penalización a la dosis personal, la cual fue abolida en 1994 mediante la Sentencia C-221 de 1994 de la Corte Constitucional de Colombia, con ponencia del magistrado Carlos Gaviria Díaz, al considerar que “una persona no puede ser castigada por lo que posiblemente hará, sino por lo que efectivamente hace”; […]la drogadicción no es punible y la libre determinación y la dignidad de la persona (autónoma para elegir su propio destino) son los pilares básicos de toda la superestructura  jurídica”.

Otras propuestas inquietantes se refieren a mantener el programa “Ser Pilo paga”, rechazado por el magisterio y sectores afines en el país porque financia universidades privadas, y va en detrimento de las públicas. Con relación al éxodo de venezolanos, afirma que con la imposición de una cuota monetaria limitara su ingreso al país, desconociendo así los principios de cooperación y solidaridad que deben existir entre individuos y naciones.  Y respecto al precario sistema de salud actual, en el que el sobrecosto de los medicamentos es parte fundamental del lucrativo negocio, afirma que mantendrá la vigencia de las EPS en el sistema de salud aunque advierte que la hará algunas mejoras, sin reconocer que este modelo va en contravía del derecho a una salud pública de calidad.  Otro tema alarmante se refiere a elevar la edad de pensión para los y las colombianas, ignorando que la crisis pensional demanda de una reforma profunda que impida que los actuales cotizantes por tres salarios mínimos o menos queden desprotegidos en el futuro cuando solo se les reconozca el 22% de un SLMV.

Duque, pese a que propone con sus iniciativas –o las de Uribe- acabar con el Estado social de derecho, ha logrado establecer alianzas con la vieja y desgastada maquinaria política nacional. Varios ex-presidentes y dirigentes políticos de dudosa reputación, como Andrés Pastrana, el ex procurador Alejandro Ordoñez, destituido por corrupción y conocido como el inquisidor quema libros, y Cambio Radical, el partido con más escándalos de corrupción en los últimos años, se han sumado a su campaña, lo que llevó a que el senador estrella de este partido, Juan Fernando Galán, presentara carta de renuncia tanto al partido como a su curul. Pero quizás la alianza que más sorprendió fue la del ex-presidente liberal César Gaviria, que ayer defendía la paz, incluso fue el gerente de la campaña por el Si al plebiscito, y ahora en un acto de claro oportunismo político y total falta de coherencia política desconoce el ideario de su desprestigiado partido y llama a votar por Duque. Gaviria pasará a la historia como el sepulturero del Partido Liberal.

No es extraño que toda esa dirigencia tartufa sin derrotero político claro, incapaz de llevar a Colombia a los niveles de desarrollo que con urgencia reclama y dedicada a disfrutar de las mieles del poder para beneficio propio y de minorías acaudaladas, lo apoyen en su aspiración. Lo que sorprende es que conscientes de lo que representó el gobierno de Álvaro Uribe Vélez en materia de corrupción -(sus más cercanos colaboradores están presos o son prófugos de la justicia), en incremento a las violaciones a los derechos humanos (persecución y escuchas ilegales a la oposición política, a las altas cortes, a la prensa y a las organizaciones sociales, más la sistemática y perversa práctica de los mal llamados “falsos positivos”, consistente en comerciar jóvenes humildes para ser asesinados y presentados al país como guerrilleros caídos en combate; crímenes que fueron catalogados por la CPI como una política de Estado) y en ética (cuando premió a un disidente de las FARC por entregar la mano de un comandante de esa misma guerrilla)- el Consejo Gremial Nacional (CGN), que reúne a 166.903 empresas micro, pequeñas, medianas y grandes que operan en distintos sectores de la economía, decida, pensando más en sus dividendos económicos que en el futuro del país, dar su apoyo a un candidato que representa los más oscuro de la política nacional. Pero no sólo ellos; entre las figuras con reconocimiento público que acompañan a Duque y a Uribe en su cruzada por volver a gobernar, se encuentra el nobel de literatura, Mario Vargas Llosa, el polémico cantante Silvestre Dangond acusado de abuso sexual infantil y de apología a la guerra; el célebre Maluma, cuestionado por sus temas sexistas; la ex miss Universo Paulina Vega, el exboxeador Miguel Happy Lora, y, desde prisión, el sicario de Pablo Escobar, alias “Popeye” y el ex alcalde Cúcuta Ramiro Suarez Corzo, condenado a 26 años por asesinato.

El partido Alianza Verde, pese a que su candidato presidencial optó por el voto en blanco, se pronunció de manera enfática llamando a la unidad para evitar el retorno del uribismo. “Reiterando el respeto por sus votantes, en el Partido Verde no aceptamos la opción de votar por la candidatura de Iván Duque porque la consideramos indeseable para el presente y futuro de Colombia. Su candidatura representa hoy a todas las maquinarias tradicionales, corruptas y clientelistas: el gavirismo, el vargasllerismo, el santismo, el uribismo y todos los partidos tradicionales del pasado. Apoyarlo significa regresar a un pasado de violencia y estigmatización que pone en riesgo la implementación del proceso de paz. Sus propuestas atentan contra los derechos de distintos sectores sociales, políticos, de las víctimas y las minorías. También atenta contra la separación de poderes y el sistema de pesos y contrapesos establecido en nuestra Constitución. Su visión de país perpetúa la desigualdad y la pobreza, la destrucción del medio ambiente en función de un supuesto desarrollo, una economía rentista y de privilegios y no de talentos, productividad y competitividad. Por todo lo anterior invitamos a Colombia a rechazar ese tipo de política y perjuicio de Colombia en las urnas”.

Gustavo Petro, el estadista

Gustavo Petro, quien fuera calificado como el mejor congresista del país en el periodo de 2006 a 2010, es la antítesis de la política tradicional. Con un discurso renovado, ajustado a las demandas de un mundo cambiante y profundamente sintonizado con las juventudes, su éxito electoral se fundamenta en seis pilares esenciales: el sensible voto de opinión; su compromiso con la defensa del Estado social de derecho y la justicia social; la defensa de los Acuerdos de Paz; su empeño en perseverar en la búsqueda de una salida política negociada a los conflictos armados; y su devoción por el medio ambiente y la lucha contra el cambio climático.  

Petro, por su fervorosa oratoria, su valentía a la hora de denunciar (pese a los intentos de asesinato y a las amenazas) y el carácter analítico con el que da sustento y coherencia a su bien pensado programa de gobierno, es reconocido como un líder popular capaz de llegar -como hace décadas no se veía en el país-, al corazón de esa Colombia marginada, interpretar el sentir de una nación y hacer propias sus historias de desdichas, persecuciones y abandonos. Posicionado como el  abanderado de la paz, propone un nuevo país que rompa con la tradición clientelar de la política colombiana.

Luego de su accidentado paso por la Alcaldía, en la que padeció la persecución política del procurador mediante procesos de destitución e inhabilidad amañados que luego fueron reversados por la misma justicia,  Petro logró implementar una agenda social novedosa, con la que se beneficiaron los sectores sociales más vulnerables de la capital. La Colombia Humana que lidera Petro, es una oportunidad histórica para profundizar la desgastada y mal conducida democracia colombiana y para formar una Gran Coalición Democrática por la Paz, que garantice el surgimiento de un país más equitativo e incluyente, con una justicia independiente capaz de poner freno a la corrupción, y responder con audacia al cambio climático.

El programa de gobierno de Petro propone acabar de manera paulatina con la dependencia al petróleo, cuyas reservas apenas alcanzan para cinco años en promedio, e iniciar un proceso de transición hacia fuentes de energía más limpias y renovables.  El abandono de una economía extractivista implica condicionar la minería a cielo abierto en función de la protección ambiental y la equidad social mediante la nacionalización de las reservas mineras y la transformación de Ecopetrol en una empresa dedicada a la investigación y la implementación de energías renovables, para el desarrollo de una economía productiva, cuyo eje sería el fomento de la agricultura.

Para hacer frente al cambio climático, Petro plantea pasar al uso general de energías limpias no contaminantes dotando a todos los hogares colombianos de paneles solares. Aunque esta propuesta sonó delirante para algunos, Petro logró explicar el proceso y sustentar sus costos de manera detallada, obteniendo el apoyo de importantes sectores ambientalistas del país y del mundo.

Un tema preponderante en su agenda es la situación laboral de la clase trabajadora. Según el Índice Global de Derechos, Colombia es uno de los países con las peores condiciones laborales en el mundo, debido a su desigualdad social y salarial, las violaciones a los derechos colectivos, la falta de garantías sociales y la imposición de regímenes autocráticos con labores injustas y mal remuneradas. Petro propone mejorar la condición de los trabajadores impulsando una la reforma al Código Sustantivo del Trabajo para derogar la Ley 50 impulsada por el expresidente Uribe (que eliminó las horas extras y los recargos salariales para días festivos, e impuso un sistema contractual con contratos trimestrales), y establecer jornadas laborales de ocho horas, garantizando también el pago por horas extras.

Respecto a la imperiosa necesidad de organizar, clasificar, legalizar y devolver su vocación original a la tierra improductiva, Petro lanzó una interesante propuesta que se convirtió en eje de una furiosa campaña de desprestigio, en la que se le acusó de estar pensando en expropiar a los colombianos de sus bienes, tal y como había hecho el presidente Hugo Chávez durante sus mandatos en Venezuela. Su iniciativa consiste en aumentar el predial a latifundios improductivos para ser comprados por el Estado y asignados a familias campesinas que los puedan trabajar y volver productivos. No se trata de expropiación de empresas, negocios, viviendas y tierra productiva, como afirman sus contradictores, se trata de lograr, de manera progresiva, que las más de tres millones de hectáreas destinadas a ganadería extensiva o sin uso definido, recuperen su vocación y sirvan para la producción de alimentos y para el desarrollo de la agricultura campesina. Petro lo define como un proceso de “democratización en el acceso a la tierra”, para superar las brechas de la desigualdad en el campo.

En el tema salud, su idea es acabar con el negocio de las EPS que operan como intermediarias entre el Estado y los usuarios, para crear un fondo único de salud que mediante recaudo de impuestos, aportes parafiscales y pago de los servicios, permita el crecimiento de la financiación pública, una red público-privada para la prestación de servicios y la recuperación y modernización de los hospitales públicos en todo el país.

En cuanto a educación, el programa de la Colombia Humana propone crear el ‘Consejo Nacional del Saber’, aumentar el presupuesto de manera progresiva en educación, ciencia, cultura, deporte y protección de la primera infancia hasta alcanzar un 7% del PIB al finalizar su mandato. En los colegios públicos se impondrá una jornada completa de ocho horas, y a partir de los tres años, los niños y las niñas podrán acceder a un sistema público en el que los maestros cuenten con plenas garantías laborales. En relación con la educación superior, propone acabar con el sistema de créditos ICETEX,  y condonar las deudas de los estudiantes. Contrario a lo que plantea Duque de mantener el programa ‘Ser pilo paga’, Petro propone el programa ‘Ser joven da derechos’, para garantizar el acceso a una educación superior de calidad, fortalecer la universidad pública, y asignar nuevos recursos para financiar programas de investigación en universidades públicas y en el SENA.

Con respecto al consumo de sustancias sicoactivas, Petro considera que el tema no se resuelve con acciones policiales y punitivas sino a través de una política de salud pública que ayude al consumidor y brinde opciones para la inclusión social de los jóvenes que incurren en delitos menores.

Respecto a la tensa realidad pensional, Petro reconoce que Colombia es uno de los países con menor número de pensionados, y que los adultos mayores son los más pobres de la región. Hoy los ciudadanos están obligados a cotizar pensión con fondos privados, beneficiando a la banca privada y poniendo en riesgo los ahorros de los trabajadores. Petro piensa crear el Banco Agrario para garantizar que el ahorro en la banca pública sirva para financiar la industrialización del país. También plantea crear el bono pensional subsidiado para aquel adulto mayor que a lo largo de su vida laboral no pudo hacer aportes suficientes o que se encuentra en estado de pobreza.

Demócratas, académicos, intelectuales, protagonistas de la historia y símbolos de la decencia en Colombia y en el mundo han reconocido en su programa, una alternativa viable para llevar a Colombia a los niveles de progreso, justicia y equidad que se requieren para consolidar una genuina paz. Entre los personajes que se han adherido a su campaña, se destacan: Antanas Mockus, profesor, ex alcalde mayor de Bogotá, ex candidato presidencial, recién elegido senador con la segunda votación más alta, y quien además es considerado como la reserva moral del país; la excandidata presidencial Ingrid Betancourt, quien permaneció seis años secuestrada por las FARC; Claudia López, senadora, formula vicepresidencial de Sergio Fajardo y promotora del referendo contra la corrupción. También se ha sumado un importante sector de la Alianza Verde, Coalición Colombia, Polo Democrático, las centrales de trabajadores, las organizaciones sociales, los movimientos feministas, y los más destacados académicos y artistas del país, como el cantante argentino, nacionalizado en Colombia, Piero, los escritores Mario Mendoza, Laura Restrepo y Alberto Salcedo Ramos, el sicólogo Sergio Ocampo Madrid, y los columnistas Antonio Caballero, Rodrigo Uprimny, Daniel García-Peña y el economista Salomón Kalmanovitz. A nivel internacional ha recibido apoyo de ambientalistas, escritores e intelectuales, como Jane Morris Goodall, antropóloga inglesa, etóloga -experta en chimpancés- y mensajera de paz de la ONU; Peter Singer, filósofo australiano, considerado el padre del animalismo y referente de la ética mundial; Thomas Piketty, economista francés; Chantal Mouffe, filósofa y politóloga belga y J.C Coetzze, escritor sudafricano, premio nobel de literatura 2003. Esta misma semana se hizo pública una carta de apoyo firmada por 200 cineastas colombianos, y otra emitida por diferentes representantes del mundo de la cultura, como el filósofo y sociólogo italiano Antonio Negri, el teólogo británico John Milbank, y el psicoanalista, critico cultural y filósofo esloveno Slavoj Žižek. Se espera que en los próximos días el jefe del equipo negociador en el proceso de paz con las FARC, Humberto de La Calle se sume a la Colombia Humana.

Estos apoyos se entienden y se justifican plenamente. Las elecciones del 17 de junio son cruciales porque se enfrentan dos visiones de país totalmente opuestas; la que representa la vetusta política, la plutocracia y le apuesta a la depredación ambiental mediante la autorización del fracking (prohibido en varios países), la mega minería y las fumigaciones áreas con pesticidas como el glifosato; que amenaza con acabar con los Acuerdos de paz y con la misma Constitución del 91 para ajustarla a los intereses de una élite política comprometida con graves violaciones a los derechos humanos. Y otra que propone profundizar la democracia y la justicia social, avanzar hacia la consolidación de un Estado democrático social de derecho en el que se garantice la paz, reconocida como derecho fundamental en el artículo 22 de la Carta Política, defender el ecosistema y las reservas naturales, y trabajar por una política pública decente que reconozca en el agua y en el ser humano los ejes del desarrollo.

La decisión parecería obvia si nos atenemos al más elemental sentido común. Sin embargo, no es así. Si bien hay un importante sector de la sociedad que expresa de manera clara su inconformidad frente a esa vieja política de castas y apellidos tradiciones, en la que los recursos de la nación se reparten alegremente en los clubes entre vasos de whiskey y sonoras carcajadas,  que se resiste a reconocer las verdaderas causas de la violencia, la inequidad y la injusticia, y prefiere sostener un sistema de gamonales y esclavos sin derechos; también es cierto que hay una población mayoritaria tremendamente ignorante en términos políticos, vejada durante lustros, manipulada, envenenada y susceptible de ser cooptada por intereses particulares, entre quienes se cuentan los portadores de un catolicismo fanático, que repiten que Petro es castrochavista, que destruirá a la familia, que volverá gays a los niños y consumidores de vicio, y que hará de Colombia una Venezuela. Esta población que teme al cambio, que teme a que nos gobierne una opción distinta, es la misma que en el pasado votó -y ganó- por el NO al plebiscito de la paz.

La cordura escasea por estos días, y lo que está en riesgo en Colombia no es poca cosa: es la democracia misma y el derecho a la paz. Detrás de Duque esta Uribe, y de resultar ganador, Colombia entraría en un proceso regresivo muy peligroso, incluso se estaría abocando a una dictadura civil en la que la que la cabeza del Estado ni siquiera estaría en el elegido sino en su mentor, quien lograría hacerse al control pleno de las tres ramas del poder público, en tanto goza de amplias mayorías en el congreso, y desde el ejecutivo, con las reformas regresivas y antidemocráticas que se propone impulsar, no le sería difícil dominar la rama judicial. Por eso el llamado es a votar por lo correcto y en defensa de la democracia, no por quien nos guste o por  quien responda a nuestras creencias políticas personales.

Colombia se juega en estas próximas elecciones la posibilidad de romper con su clasismo de antaño, de construir un mejor país, de hacerlo viable, justo, democrático, con opciones de libertad y garantías sociales para todos y todas, incluyendo a aquellos que no lo saben, no lo creen o no lo entienden o se aferran con temor a la agujereada tabla salvavidas del pasado.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Reforma Rural Integral: la llave para la PAZ total

Simbolismo en la posesión presidencial

LLEGÓ LA HORA DE LEGALIZAR