Elecciones cruciales en Colombia: entre la democracia y la dictadura civil
Junio 10 de 2018.
En
medio de una fuerte polarización
política, algunos actos de intimidación, sucias campañas de desprestigio,
noticias falsas, el aparente colapso de las tradicionales maquinarias
clientelistas electorales y algunos rumores –bien sustentados- de fraude en los
pasados comicios, Colombia se prepara para elegir presidente en una segunda
vuelta el próximo 17 de junio.
En
el sistema electoral colombiano se establece la realización de dos vueltas
cuando ninguno de los candidatos a la presidencia de la República, logra
obtener más del 50% del total de los votos, como ocurrió el pasado 27 de mayo.
Esto era previsible. No bastó con que tres candidatos declinaran en su
aspiración (Vivian Morales, Piedad Córdoba y Rodrigo Londoño, excomandante de
las FARC), cediendo su pobre caudal electoral a candidatos con más opciones; la
amplitud del espectro político y la falta de algún detonante histórico capaz de
inclinar la balanza, no ofrecía certezas a ningún candidato. El sector de la
izquierda, más de centro que de izquierda, participó con tres candidaturas. Por
un lado, a nombre del tradicional partido Liberal, estaba el jefe del equipo
negociador de los exitosos acuerdos de Paz con las FARC, Humberto De la Calle;
por Coalición Colombia (Alianza Verde, Polo Democrático Alternativo y Poder
Ciudadano) figuró el profesor, ex gobernador de Antioquia y ex alcalde de
Medellín, Sergio Fajardo, y en el el ala izquierdista estaba el ex militante de
la guerrilla del M-19 (desmovilizada en 1990), ex senador y ex alcalde Bogotá,
Gustavo Petro con su proyecto Colombia Humana. Pese a los llamados a la unidad
que les hicieron sus partidarios y varios colectivos de ciudadanos, para forjar
una gran alianza por la decencia y la paz, que pudiera derrotar las maquinarias
y al uribismo en primera vuelta, no fue posible y llegaron divididos a la
contienda electoral. La derecha participó con dos opciones: el ex congresista
Iván Duque, elegido por Uribe y en consulta abierta como candidato de su
partido Centro Democrático, y el ex ministro de vivienda y ex congresista con
una larga trayectoria política como representante de las castas tradicionales,
y nieto del ex presidente Carlos Lleras Restrepo, Germán Vargas Lleras por una
disidencia liberal conocida como Cambio Radical.
Duque,
con el apoyo del partido conservador que le aportó su fórmula vicepresidencial,
la ex ministra de defensa Martha Lucia Ramírez, obtuvo la mayoría al alcanzar el
39% del total con 7.567.785 votos, mientras que Petro, apenas superando a
Fajardo en 262.140 mil votos, consiguió el 25% con 4.850.639 votos, suficientes
para pasar a la segunda vuelta. Más allá de los errados vaticinios, de las
encuestas y del sentir ciudadano, se cumplió lo que muchos analistas esperaban:
una tensa elección entre dos extremos políticos totalmente disímiles.
El
panorama hoy es incierto. Por un lado hay quienes aseguran que dada la
tradición conservadora de buena parte de la sociedad, los rezagos de una
violencia social que ha empobrecido y marginado de los procesos formativos a un
amplio segmento de la población, y la eficacia de esa tradicional forma de
hacer política, apelando al engaño, el miedo, la compra de votos y la
maquinaria, más el poder del que aun goza Uribe, el resultado podría ser
favorable al candidato de la derecha, Iván Duque, un casi completo desconocido para
el país que apenas llegó al congreso en la legislatura pasada como parte de la
lista cerrada del ex presidente Uribe Vélez, sin que nadie haya votado por él y
sin lograr mérito alguno en su función legislativa. Pero hay otro sector que sabe
que Colombia necesita avanzar hacia un cambio rotundo, y que éste será
imposible de materializar a través de las mismas familias y apellidos que han
detentado el poder político y financiero durante más de 200 años.
Gustavo
Petro, quien encarna sin tapujos esa esperanza y promete ser la renovación de
la política, es un fenómeno político sin precedentes que llena plazas de
muchedumbres enardecidas. Logro, con todo el establecimiento en contra, los
medios de comunicación, las elites, las corporaciones públicas de justicia y la
empresa privada, sin recursos económicos y sin maquinaria, sin padrinos ni amos
políticos, no sólo pasar a segunda vuelta, algo impensable en un candidato de
izquierda, también se convirtió en un referente de valor y decencia, y en la
esperanza de un país que no soporta más el yugo del miedo, la desvergüenza y la
tiranía de gobiernos indolentes, corruptos o guerreristas. Hoy muchos ciudadanos
y colectivos consideran que el voto de opinión cautivo, el decidido apoyo de
referentes éticos del país, la conciencia de un sector pensante sobre el deber
de salvaguardar el proceso de paz, la fuerza que desata en los corazones de esa
Colombia marginal (lo que algunos analistas califican de populismo o de
extremismo de izquierda), serán suficientes para que, pese a las encuestas, logre
llegar a la Casa de Nariño.
Sea
cual sea el resultado de los próximos comicios, si avanzamos o retrocedemos, si
ganamos democracia o renunciamos a ella, lo cierto es que este país ya no es el
mismo que encontró el presidente Juan Manuel Santos, cuando con la promesa de alcanzar
la paz, inició su mandato ocho años atrás. La sociedad ha cambiado y la
realidad cultural ha permitido dibujar en el horizonte político dos visiones de
país completamente antagónicas: una alineada a la extrema derecha, con su
discurso radical y prácticas tradicionales, y otra de centro, en la que se
reconocen valores democráticos universales y alternativas viables para pasar
del rezago de la pre modernidad hacia la plena modernización del Estado. “Mientras
diversos sectores del país, como el movimiento campesino, las mismas FARC o la
derecha recalcitrante, transiten por la premodernidad, sólo podrán aspirar a la venganza pero no a una
construcción nacional”, afirma Petro.
Hoy
en Colombia, buena parte de la sociedad es consciente de que los cambios son
procesos largos que responden a condiciones históricas y materiales específicas,
en los que se pone a prueba la madurez política de un pueblo, la realización de
cierto grado de libertad que promete el Estado, la flexibilidad de sus
estructuras político económicas y el valor de los principios que soportan un
discurso, así como la capacidad para disentir y converger en un llamado común, capaz
de anticipar al advenimiento de una nueva realidad. Nadie niega que el país se
encuentra inmerso en un profundo proceso de transformación que genera más miedos
e incertidumbres que certezas, que implica retrocesos, pequeños avances, intentos
de saboteo, confusiones y hasta exaltaciones de malestar social e incomprensión
histórica. Pero el proceso ya está en marcha y nada lo podrá detener, ni
siquiera un adverso resultado electoral.
Colombia quiere paz y no admite
más corrupción
El
hastío generalizado hacia una clase política mezquina e indiferente al dolor del
pueblo, los elevados índices de corrupción que de escándalo en escandalo han
puesto al descubierto como desde el poder administrativo se saquean los
recursos de la nación, sumado al creciente anhelo de construir una verdadera
paz, precipitaron en la conciencia nacional la ingente necesidad de concretar
un cambio. La miseria de las mayorías que contrasta con la opulencia de
minorías y la precaria realidad que afronta una clase media que pareciera
encontrarse a puertas de la extinción definitiva (no por ascenso en la pirámide
social), potenciaron el malestar de una fracción pensante que se cuestiona y
sabe que las cosas pueden ser diferentes. Colombia pasó en los últimos años de
ser el país con los más grandes y sangrientos carteles de la droga, integrados
por narcotraficantes y bandas criminales, a ser el país de los carteles de la
corrupción, protagonizados por congresistas, altos funcionarios del poder
público, políticos y empresarios: cartel de la contratación, de la toga, de la
hemofilia, de las tutelas, del ganado, de los cuadernos, de los pañales, del
síndrome de Down, de la salud, del azúcar, del cemento y de la chatarrización,
entre otros. Estos hechos sumados a fuertes y sonados escándalos de corrupción
que significaron billonarias pérdidas para el país como en los casos de Reficar,
los sobornos de Odebrecht –que sobrepasan los 88.000 millones de pesos e
involucra a varios altos funcionarios del actual gobierno y del anterior–, el
desfalco del Programa de Alimentación Escolar (PAE) que costó más de 60.000
millones de pesos y puso en riesgo la vida de niños en estado de extrema
vulnerabilidad, más la venta de fallos judiciales por parte de magistrados de
la Corte Suprema de justicia, llenaron la copa de la indignación nacional.
Conforme
aumentaban las denuncias por estos hechos, crecía tanto la desconfianza en los
políticos como la certeza de que las cosas podían y debían cambiar. Este hastío
generalizado, sumado al anhelo de concretar una paz real, y la convicción de
que era posible construir una nación democrática más justa y equitativa, fueron
los detonantes de un proceso de transformación histórica que se dinamizó bajo los
gobiernos de Juan Manuel Santos, que, pese a sus programas regresivos en materia
ambiental, agraria y laboral, logró sintonizar al país en una idea y llevarlo
en pos de un gran objetivo común: derrotar la guerra, reconocer a las víctimas
y la deuda histórica con ellas, y sentar las bases, mediante una negociación
política con la guerrilla, de una paz posible, estable y duradera.
Firmados
los Acuerdos de Paz entre el Gobierno Nacional y la guerrilla de las FARC en el
2016 comenzó a configurarse un nuevo paradigma social y político, en el que a
la par que se avanzaba en la reglamentación e implementación de los acuerdos
para la desmovilización y reincorporación de los armados a la vida civil, se hizo
latente la urgencia de promover la reconciliación entre nacionales, de pasar la
página del horror sin caer en el olvido, del deber de todas las partes
involucradas en el conflicto de revelar toda la verdad acerca de nuestra
historia de guerra y violencia -precisando las causas estructurales que
motivaron la lucha armada y permitieron la existencia de grupos subversivos por
más de seis décadas-, y, también, desnudando la alianza político militar
mafiosa que desde el Estado permitió la creación y multiplicación de los grupos
paramilitares, responsables –con la anuencia de las Fuerzas Militares- del más
del 80% de los crímenes de lesa humanidad cometidos con especial rigor en la
segunda mitad del siglo XX, incluyendo el genocidio político de la UP.
Para
hacer viable el proceso de paz, ajustarlo a la jurisdicción nacional, facilitar
la entrega de armas y la reincorporación de los armados, brindar garantías de
cumplimiento de lo pactado, y garantizar la seguridad y estabilidad jurídica del
Acuerdo mismo, el gobierno se propuso blindarlo tanto a través del Congreso y
de la Corte Constitucional mediante una ley ordinaria y un acto legislativo que
uniera el Acuerdo Final a la Carta Política, como ante la comunidad
internacional, al solicitar que fuese incorporado a la resolución del Consejo
de Seguridad de la ONU que había aprobado la misión de verificación del cese
bilateral y definitivo del fuego con la guerrilla de las FARC.
De
manera simultánea se diseñó una nueva institucionalidad, compleja y ambiciosa,
complementaria a la creada para dar viabilidad a la Ley 1448 de 2011 (ley de
víctimas y restitución de tierras), a través del Sistema Integral de Verdad,
Justicia, Reparación y No Repetición (SIVJRNR), compuesto por la Jurisdicción Especial
para la Paz (JEP), con un mandato de 15 años e integrada por 51 magistrados (38
de ellos titulares y 13 suplentes), 14 juristas extranjeros en calidad de 'amicus curiae', un Tribunal de Paz, una
Sala de Reconocimiento de Verdad y Responsabilidad y de Determinación de los
Hechos y Conductas, una Sala de Amnistía e Indulto, de Definición de
Situaciones Jurídicas, una Unidad de Investigación y Acusación y una Secretaría
Ejecutiva.
También
se creó la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la
No Repetición con sus respectivas subdirecciones y la Unidad de Búsqueda de
Personas dadas por Desaparecidas en el contexto y en razón del conflicto
armado, entre otros. El apoyo de la comunidad internacional y la audacia del
presidente Santos, consciente de que aun para el logro de un bien mayor era
necesario convencer a un congreso acostumbrado a las prebendas y apetitos
burocráticos, permitió que el país pudiera contar con los mecanismos capaces de
asegurar, con el menor traumatismo posible, el paso de los antiguos combatientes
a la vida civil y que la sociedad estuviera dispuesta a recibirlos y a aceptar
que si bien no se cumplía con su noción de justicia punitiva, si era posible
abrir un camino hacia la paz sin sacrificar la justicia. Pero en medio de este arduo y costoso proceso,
que incluyó la crisis que se desató con la derrota del plebiscito por la paz, empezaron
a emerger otras formas de violencia que habían sido minimizadas en el pasado. Los
conflictos sociales que la guerra ocultaba se hicieron visibles: las disputas
territoriales, las amenazas ambientales y sociales de la mega minería, las luchas
por los recursos naturales, las crisis políticas locales, las alianzas entre
actores civiles y militares con mafias para el control territorial y rutas del
micro-tráfico, los asesinatos de líderes y lideresas sociales, entre otras formas
de violencia propias del crimen organizado, que no habían sido admitidas, ni
siquiera abiertamente reconocidas por los gobiernos de turno. A ello se suma ahora el asesinato de ex-guerrilleros
y sus familiares.
Firmados
los Acuerdos de Paz, dejó entonces de ser la lucha armada el principal
detonante del miedo en la sociedad, al menos de ese miedo admitido y reconocido
por autoridades y por la gran prensa nacional como un miedo legítimo; más allá
de éste, imperaba otro, mucho más profundo a aquel que hoy día podría derivarse
de la terca existencia de la guerrilla del ELN o de la persistencia paramilitar:
el miedo a pensar, a ejercer ciudadanía, a defender lo que es de todos aunque
parezca no tener dueño, el miedo a deliberar libremente sobre política,
religión, preferencia sexual, protección ambiental o justicia social. El miedo a que la libre expresión ciudadana
nos cueste la vida.
El
miedo a perder lo ganado con la firma de la paz.
Las
cifras del desarme son alentadoras y muestran cuán importante es mantener este
rumbo: ya no hay soldados mutilados ni muertos en combate, las víctimas de las minas
antipersona disminuyeron en un 92%, no se registran tomas guerrilleras de
poblados, ni “pescas milagrosas”, ni combates armados con niños y ciudadanos en
el medio, ni masacres de campesinos, ni guerrilleros sin ojos, ni guerrilleras
violadas, el desplazamiento forzado se redujo en un 79% (según el Alto Comisionado
de la ONU para los Refugiados –Acnur- en
cinco décadas se contabilizaron 7,4
millones de víctimas de desplazamiento) y en el Hospital Militar el 97% de sus
camas están vacías. Pero subsiste la violencia y un miedo que no es infundado. Entidades
gubernamentales como la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría y la Fiscalía
General de la Nación reconocen que desde enero de 2016 al presente, junio de
2018, han sido asesinados 289 líderes sociales en Colombia. En la primera
semana de este mes fueron asesinados siete líderes sociales, y aunque el
parlamento europeo envío una carta al jefe de Estado expresando su preocupación
por estos hechos que empiezan a configurarse en una de las peores forma de
violencia como es el genocidio, y Amnistía se pronunció exhortando al gobierno
a cumplir con su deber de brindar protección y garantías para el activismo social y la
defensa de los derechos humanos, el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, negó
el patrón sistemático de los crímenes, y declaró meses atrás, que se trataba de
hechos aislados, líos de faldas o problemas de linderos, y que no existía
ninguna organización “asesinando a líderes sociales”. Sin embargo, el gobierno,
a través del ministro del Interior, Guillermo Rivera, anunció en diciembre de
2017 que se pondrían en marcha dos nuevos mecanismos para mejorar la protección
a los defensores de derechos humanos en Colombia, pero las cifras siguen
aumentando.
En
marzo de 2018 se emitió el decreto 660 de 2018 con el que crea el ‘Programa Integral
de Seguridad y Protección para las Comunidades y Organizaciones en los
Territorios’, dirigido especialmente a líderes sociales, activistas, mujeres,
indígenas, integrantes de la comunidad LGBTI y defensores de derechos humanos, enfocado
en la protección colectiva y en promover la paz en los territorios. Con el
apoyo de las comunidades y del Sistema de Prevención y Alerta para la Reacción
Rápida, su objetivo es “identificar los factores de riesgo de violaciones a los
derechos humanos y garantizar la integridad, la libertad y la seguridad de
comunidades y organizaciones en los territorios”. Sin embargo, como todo
esfuerzo gubernamental que se refiere a
la paz, la justicia, la reconciliación, la convivencia pacífica y democrática
en los territorios, y la construcción de confianza entre entidades públicas y
comunidades, a través de la articulación local y nacional, se quedó en retórica;
no ha producido los resultados esperados y tampoco cumple con su deber de
revelar la naturaleza de la maquina criminal que sigue operando impunemente en
el país.
En
este complejo escenario, Colombia se prepara para elegir nuevo presidente, pero
se trata de algo más radical y profundo que una mera designación; más que una
candidatura lo que el país se juega este 17 de junio es su democracia: debe
elegir entre abrir las puertas a una dictadura civil o avanzar en su proceso de
vencer la guerra y sus causas.
Elecciones históricas
Colombia
es un país de tradición democrática, en el que las aventuras militaristas no
son abiertamente admitidas pese al espíritu conservador de buena parte de la
sociedad, sus instituciones son fuertes, aunque las resquebraje la corrupción,
como ocurre en buena parte del continente americano. Colombia es el tercer país
más desigual mundo, posee una de las peores condiciones laborales del
continente, la violencia se ha instalado en la historia y en la misma
conciencia ciudadana como forma legítima para demandar cambios y hacer
política, y el costo de la vida en relación con los ingresos de las mayorías es
de los más bajos a nivel planetario, lo que contribuye a profundizar la brecha
social entre pocos ricos muy ricos y muchos pobres muy pobres; cerca de 26
millones de personas viven en la pobreza y otros ocho en la indigencia. Además
su sistema de salud es elitista y a través de las EPS se ha convertido en
negocio de particulares. La educación no sólo es de baja calidad en términos
generales, es costosa y solo minorías logran acceder a ella.
El
actual contexto electoral, enrarecido por una impertinente turbulencia política,
no es el ideal pero sin duda es mejor al de años anteriores. No sólo porque las
FARC participan como ciudadanos en pleno uso de sus derechos constitucionales, hay
un anuncio de cese al fuego temporal por parte de la guerrilla del ELN y del
'Clan del Golfo'; los demás reductos paramilitares que operan en casi todo el
territorio nacional no se han opuesto abiertamente a las deliberaciones, aun
cuando si han hecho circular algunos panfletos amenazando a quienes promueven
la campaña de Gustavo Petro, y, esta vez, no han asesinado a ningún candidato
como sucedió entre 1989 y 1990 cuando
tres de ellos, Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, ex comandante
del M-19, fueron asesinados siendo aspirantes a la Presidencia de Colombia en
las elecciones de 1990. Como factor
positivo se debe reconocer que han emergido nuevas fuerzas sociales y
políticas, que, orientadas a fortalecer el Estado social de derecho, amenazan
con relegar al ostracismo de la historia la hegemonía bipartidista que dominó
durante el siglo XX, con la posibilidad de transformar ese fetiche político,
conocido como pueblo, en una significativa fuerza democrática.
Los
procesos electorales no han sido expresiones plenas de la sólida democracia colombiana
en los últimos cincuenta años; desde el fraude electoral de 1970, que dio
origen a la guerrilla del M-19, -o desde antes- ninguna propuesta política
ajena al establecimiento ha logrado llegar al poder. En las contiendas que se
han adelantado este año, no obstante, se reconocen importantes transformaciones
como la llegada al congreso de nuevas ciudadanías ajenas a la política
electoral, muchas de ellas provenientes del movimiento social y de las
organizaciones defensoras de los derechos humanos. También son las primeras convocatorias
que se producen sin violencia guerrillera, en la que los antiguos combatientes
de la guerrilla, hoy desmovilizados y organizados en un naciente partido
político, pueden hacer uso de sus derechos ciudadanos y constitucionales, y participar
como candidatos –con pocas posibilidades y mínimas garantías- y como electores.
Ver a Rodrigo Londoño, más conocido como comandante Timochenko, quien tuvo que
declinar en su aspiración presidencial por problemas de salud, acudiendo a las
urnas para hacer uso, por primera vez en su vida, del derecho al voto, fue
sobrecogedor y seguramente quedó registrado en la memoria de muchas personas como
un grito de esperanza en la nueva historia. Esta vez no se registraron bloqueos
armados, quemas de sufragios, ni traslado de mesas de votación por razones de seguridad.
No
obstante, la falta de transparencia en los comicios, la compra de votos y el
constreñimiento al elector, siguen siendo prácticas comunes en el proceso
electoral. La misión de observadores de la OEA, luego de acompañar la primera
vuelta presidencial, declaró que aún se advierten deficiencias en los procesos.
Por un lado, el diseño de las mamparas no garantiza el secreto del voto, la
presencia de testigos en las mesas fue limitada, con lo cual se debilita la
integridad del sufragio, y en relación a los delitos electorales, observó
compra de votos en Bogotá, Norte de Santander, Antioquia, Bolívar y Atlántico, y
traslado de votantes. Indica también que la labor de la Registraduría fue
eficiente, lo que hizo posible que hora y media después del cierre de mesas, se
conocieran los resultados preliminares, y que todos los candidatos se
pronunciaron de manera respetuosa y afirmativa.
Sin
embargo, un día después de la jornada empezaron a circular denuncias sobre
fraude. La prueba que se exhibía era la adulteración de los formularios E-14
(los formatos en los que los jurados de votación reportan el conteo de votos). El
registrador salió presuroso a aclarar en rueda de prensa que se trataba de
errores humanos involuntarios que no correspondían al delito de fraude, pero el
equipo de la campaña de la Colombia Humana radicó 27 reclamos en relación con 1.706
mesas de votación distribuidas en 17 departamentos del país, afirmando que se
habrían presentado otras anomalías en los formatos E-24, que corresponden a las
actas de las comisiones escrutadoras. El Consejo Nacional Electoral descartó,
diez días después, cualquier posibilidad de fraude. Capítulo cerrado. Pero no
para un numeroso grupo de jóvenes que insisten en su laboriosa tarea de
revisar, uno a uno, mesa a mesa, la totalidad de los formularios, y han
radicado una tutela pidiendo el aplazamiento de la segunda vuelta en tanto no
se ofrezcan plenas garantías. Su esfuerzo no cosechará fruto alguno.
Por su parte la Misión de Observación Electoral (MOE) advirtió que sin ser novedad, en 82 municipios de 18 departamentos existían más votantes que habitantes, señalando que estas inconsistencias entre datos de población y censo electoral, ya habían sido detectadas en el 2011.
Ningún
proceso electoral es totalmente transparente, al menos no en Colombia, eso no
es novedad, pero las veces que se han demostrado fraudes, descartando el de
1970, ha sido tan bajo su nivel de incidencia en el resultado final que ha
terminado por ser desestimado por la autoridad electoral. Las pasadas
elecciones no fueron la excepción. Lo realmente novedoso en este proceso fue el
incremento en la participación de votantes, la más alta de los últimos años. La
abstención alcanzó un 46.62%, y de las 36’783.940 personas habilitadas para
votar solo ejercieron este derecho 19'636.714, pero cabe recordar que en las elecciones
presidenciales de 2014 cerca del 60% de los ciudadanos se abstuvieron de
participar. En 1990 la abstención fue del 57.52%, en 1994 de 66.05% y en el
2010 alcanzó el 57.5%.
Este
ha sido un proceso electoral atípico, en el que si bien se han expresado
diferentes tendencias y se reconoce un colorido espectro político, no ha estado
exento de una fuerte campaña mediática de desprestigio, de agresiones verbales
y físicas, como sucedió en un atentado poco investigado contra el candidato de la
Colombia Humana en Santander cuando su auto fue abaleado. También se ha acudido
a la desinformación mediante la circulación de falsas noticias a través de
redes sociales, el estigma contra algunos candidatos a través de la gran
prensa, y las viejas y aceitadas maquinarias tradicionales han cambiado de
bando electoral.
Para
segunda vuelta se enfrentan dos programas muy diferentes de gobierno. Por un
lado está Duque, la nueva cara de la vieja política, y Petro, que representa la
nueva política y el paso hacia la modernidad.
Iván Duque, el ungido de
Uribe
Favorito
en las encuestas, Duque, el exaltado por el investigado y temido ex presidente
Álvaro Uribe Vélez, ha logrado consolidar una fuerza política que recoge desde
lo más reaccionario en el espectro político hasta los adalides de esa vieja
clase política, destinada a desaparecer.
Duque se presenta como un candidato joven, líder de las nuevas y patriotas
juventudes, y propone mantener el statu quo, reformar la justicia para eliminar
las altas cortes (Corte Constitucional, el Consejo de Estado, el Consejo
Superior de la Judicatura, la Jurisdicción Especial para la Paz y la Corte
Suprema de Justicia, que investiga a su mentor por crímenes que van desde
corrupción hasta de lesa humanidad, vínculos paramilitares, ‘chuzadas’
telefónicas ilegales, entre otros), reformar la constitución del 91, permitir
que el fiscal sea elegido por el presidente y no por la Corte Suprema de
Justicia -como sucede hasta ahora- a partir de una terna presentada por el
presidente de la República, ampliar la edad de pensión y modificar el Acuerdo
de Paz ya suscrito y aceptado por las partes, y reconocido por la comunidad
internacional, como un compromiso que se debe respetar y cumplir.
Estas
propuestas son preocupantes y de extrema gravedad para el país. Por un lado,
eliminar las Cortes equivale a formar un solo cuerpo carente de independencia y
autonomía; sería desvertebrar el Estado y acabar con la independencia de
poderes en la rama pública, soporte fundamental de la democracia.
Su
propuesta de hacer modificaciones profundas a los Acuerdos, incluye desconocer
la esencia de lo pactado, como es garantizar la participación política de los
guerrilleros desmovilizados, mediante la asignación de diez curules (cinco en senado
y cinco en cámara de Representantes) durante las legislaturas de 2018 y 2022. Diez curules es algo ínfimo si se compara con
otros procesos de paz en el mundo; por ejemplo en Angola se acordaron 70
curules, cuatro ministerios y siete embajadas para los desmovilizados que
firmaron la paz; en Sierra Leona la vicepresidencia y cuatro ministerios y en
Sudán se incluyó en la negociación la vicepresidencia, 126 curules y ocho
ministerios. Duque considera que quienes cometieron delitos de lesa humanidad
no pueden aspirar al congreso sin antes haber pasado por la JEP, organismo
encargado de juzgarlos y condenarlos, pero cuya reglamentación ha sido dilatada
por el mismo congreso. Y afirma que de llegar a la presidencia presentará un
proyecto de ley para revocarles las diez curules a las FARC, y sobre los
diálogos de paz con el ELN asegura que nos los continuara. Todos sabemos que la
paz no es completa en tanto todas las estructuras insurgentes y los carteles de
los nuevos grupos paramilitares no renuncien a la violencia y a la lucha
armada.
El
parcial incumplimiento de los acuerdos por parte del gobierno, la falta de
seguridad para sus bases, que empiezan a ser asesinadas, y las precarias
condiciones de vida en las que se encuentran hoy muchos ex combatientes, han
sido estímulos para la disidencias que, de acuerdo con una investigación
realizada por Fundación Ideas para la Paz (FIP) se estima que hay cerca de
1.200 disidentes, aunque fuentes
extraoficiales señalan que podrían llegar a ser 1.500. Ahora con un posible nuevo
gobierno de corte uribista, que se opone abiertamente a cumplir con los
acuerdos pactados entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las
FARC, se incrementaría además de la desconfianza y la inseguridad jurídica, el
riesgo real de que muchos ex combatientes opten por retornar a la lucha armada.
No
menos preocupante es su propuesta de desconocer los pronunciamientos y fallos
de la Corte Constitucional en relación con la igualdad de derechos para la
comunidad LGTBI y para las familias integradas por parejas del mismo sexo, con posibilidad
de unirse en vínculo matrimonial y adoptar hijos. Duque defendería desde el
gobierno el concepto de familia tradicional formada por una pareja heterosexual. Otro retroceso que propone en materia de
derechos, se refiere a la penalización a la dosis personal, la cual fue abolida
en 1994 mediante la Sentencia C-221 de 1994 de la Corte Constitucional de
Colombia, con ponencia del magistrado Carlos Gaviria Díaz, al considerar que “una
persona no puede ser castigada por lo que posiblemente hará, sino por lo que
efectivamente hace”; […]la drogadicción no es punible y la libre determinación
y la dignidad de la persona (autónoma para elegir su propio destino) son los
pilares básicos de toda la superestructura
jurídica”.
Otras
propuestas inquietantes se refieren a mantener el programa “Ser Pilo paga”,
rechazado por el magisterio y sectores afines en el país porque financia
universidades privadas, y va en detrimento de las públicas. Con relación al
éxodo de venezolanos, afirma que con la imposición de una cuota monetaria
limitara su ingreso al país, desconociendo así los principios de cooperación y
solidaridad que deben existir entre individuos y naciones. Y respecto al precario sistema de salud
actual, en el que el sobrecosto de los medicamentos es parte fundamental del
lucrativo negocio, afirma que mantendrá la vigencia de las EPS en el sistema de
salud aunque advierte que la hará algunas mejoras, sin reconocer que este modelo
va en contravía del derecho a una salud pública de calidad. Otro tema alarmante se refiere a elevar la
edad de pensión para los y las colombianas, ignorando que la crisis pensional
demanda de una reforma profunda que impida que los actuales cotizantes por tres
salarios mínimos o menos queden desprotegidos en el futuro cuando solo se les
reconozca el 22% de un SLMV.
Duque,
pese a que propone con sus iniciativas –o las de Uribe- acabar con el Estado
social de derecho, ha logrado establecer alianzas con la vieja y desgastada
maquinaria política nacional. Varios ex-presidentes y dirigentes políticos de
dudosa reputación, como Andrés Pastrana, el ex procurador Alejandro Ordoñez,
destituido por corrupción y conocido como el inquisidor quema libros, y Cambio
Radical, el partido con más escándalos de corrupción en los últimos años, se
han sumado a su campaña, lo que llevó a que el senador estrella de este partido,
Juan Fernando Galán, presentara carta de renuncia tanto al partido como a su
curul. Pero quizás la alianza que más sorprendió fue la del ex-presidente liberal
César Gaviria, que ayer defendía la paz, incluso fue el gerente de la campaña
por el Si al plebiscito, y ahora en un acto de claro oportunismo político y
total falta de coherencia política desconoce el ideario de su desprestigiado
partido y llama a votar por Duque. Gaviria pasará a la historia como el
sepulturero del Partido Liberal.
No
es extraño que toda esa dirigencia tartufa sin derrotero político claro,
incapaz de llevar a Colombia a los niveles de desarrollo que con urgencia
reclama y dedicada a disfrutar de las mieles del poder para beneficio propio y
de minorías acaudaladas, lo apoyen en su aspiración. Lo que sorprende es que
conscientes de lo que representó el gobierno de Álvaro Uribe Vélez en materia
de corrupción -(sus más cercanos colaboradores están presos o son prófugos de
la justicia), en incremento a las violaciones a los derechos humanos
(persecución y escuchas ilegales a la oposición política, a las altas cortes, a
la prensa y a las organizaciones sociales, más la sistemática y perversa práctica
de los mal llamados “falsos positivos”, consistente en comerciar jóvenes
humildes para ser asesinados y presentados al país como guerrilleros caídos en
combate; crímenes que fueron catalogados por la CPI como una política de
Estado) y en ética (cuando premió a un disidente de las FARC por entregar la
mano de un comandante de esa misma guerrilla)- el Consejo Gremial Nacional
(CGN), que reúne a 166.903 empresas micro, pequeñas, medianas y grandes que
operan en distintos sectores de la economía, decida, pensando más en sus
dividendos económicos que en el futuro del país, dar su apoyo a un candidato que
representa los más oscuro de la política nacional. Pero no sólo ellos; entre
las figuras con reconocimiento público que acompañan a Duque y a Uribe en su
cruzada por volver a gobernar, se encuentra el nobel de literatura, Mario
Vargas Llosa, el polémico cantante Silvestre Dangond acusado de abuso sexual
infantil y de apología a la guerra; el célebre Maluma, cuestionado por sus
temas sexistas; la ex miss Universo Paulina Vega, el exboxeador Miguel Happy
Lora, y, desde prisión, el sicario de Pablo Escobar, alias “Popeye” y el ex
alcalde Cúcuta Ramiro Suarez Corzo, condenado a 26 años por asesinato.
El
partido Alianza Verde, pese a que su candidato presidencial optó por el voto en
blanco, se pronunció de manera enfática llamando a la unidad para evitar el
retorno del uribismo. “Reiterando el respeto por sus votantes, en el Partido
Verde no aceptamos la opción de votar por la candidatura de Iván Duque porque
la consideramos indeseable para el presente y futuro de Colombia. Su
candidatura representa hoy a todas las maquinarias tradicionales, corruptas y
clientelistas: el gavirismo, el vargasllerismo, el santismo, el uribismo y
todos los partidos tradicionales del pasado. Apoyarlo significa regresar a un
pasado de violencia y estigmatización que pone en riesgo la implementación del
proceso de paz. Sus propuestas atentan contra los derechos de distintos
sectores sociales, políticos, de las víctimas y las minorías. También atenta
contra la separación de poderes y el sistema de pesos y contrapesos establecido
en nuestra Constitución. Su visión de país perpetúa la desigualdad y la
pobreza, la destrucción del medio ambiente en función de un supuesto
desarrollo, una economía rentista y de privilegios y no de talentos,
productividad y competitividad. Por todo lo anterior invitamos a Colombia a
rechazar ese tipo de política y perjuicio de Colombia en las urnas”.
Gustavo Petro, el estadista
Gustavo
Petro, quien fuera calificado como el mejor congresista del país en el periodo
de 2006 a 2010, es la antítesis de la política tradicional. Con un discurso renovado,
ajustado a las demandas de un mundo cambiante y profundamente sintonizado con
las juventudes, su éxito electoral se fundamenta en seis pilares esenciales: el
sensible voto de opinión; su compromiso con la defensa del Estado social de derecho
y la justicia social; la defensa de los Acuerdos de Paz; su empeño en
perseverar en la búsqueda de una salida política negociada a los conflictos
armados; y su devoción por el medio ambiente y la lucha contra el cambio
climático.
Petro,
por su fervorosa oratoria, su valentía a la hora de denunciar (pese a los
intentos de asesinato y a las amenazas) y el carácter analítico con el que da
sustento y coherencia a su bien pensado programa de gobierno, es reconocido como
un líder popular capaz de llegar -como hace décadas no se veía en el país-, al
corazón de esa Colombia marginada, interpretar el sentir de una nación y hacer
propias sus historias de desdichas, persecuciones y abandonos. Posicionado como
el abanderado de la paz, propone un
nuevo país que rompa con la tradición clientelar de la política colombiana.
Luego
de su accidentado paso por la Alcaldía, en la que padeció la persecución
política del procurador mediante procesos de destitución e inhabilidad amañados
que luego fueron reversados por la misma justicia, Petro logró implementar una agenda social novedosa,
con la que se beneficiaron los sectores sociales más vulnerables de la capital.
La Colombia Humana que lidera Petro, es una oportunidad histórica para
profundizar la desgastada y mal conducida democracia colombiana y para formar una
Gran Coalición Democrática por la Paz, que garantice el surgimiento de un país más
equitativo e incluyente, con una justicia independiente capaz de poner freno a
la corrupción, y responder con audacia al cambio climático.
El
programa de gobierno de Petro propone acabar de manera paulatina con la
dependencia al petróleo, cuyas reservas apenas alcanzan para cinco años en
promedio, e iniciar un proceso de transición hacia fuentes de energía más
limpias y renovables. El abandono de una
economía extractivista implica condicionar la minería a cielo abierto en función
de la protección ambiental y la equidad social mediante la nacionalización de
las reservas mineras y la transformación de Ecopetrol en una empresa dedicada a
la investigación y la implementación de energías renovables, para el desarrollo
de una economía productiva, cuyo eje sería el fomento de la agricultura.
Para
hacer frente al cambio climático, Petro plantea pasar al uso general de
energías limpias no contaminantes dotando a todos los hogares colombianos de
paneles solares. Aunque esta propuesta sonó delirante para algunos, Petro logró
explicar el proceso y sustentar sus costos de manera detallada, obteniendo el
apoyo de importantes sectores ambientalistas del país y del mundo.
Un
tema preponderante en su agenda es la situación laboral de la clase
trabajadora. Según el Índice Global de Derechos, Colombia es uno de los países
con las peores condiciones laborales en el mundo, debido a su desigualdad
social y salarial, las violaciones a los derechos colectivos, la falta de garantías
sociales y la imposición de regímenes autocráticos con labores injustas y mal
remuneradas. Petro propone mejorar la condición de los trabajadores impulsando
una la reforma al Código Sustantivo del Trabajo para derogar la Ley 50
impulsada por el expresidente Uribe (que eliminó las horas extras y los
recargos salariales para días festivos, e impuso un sistema contractual con
contratos trimestrales), y establecer jornadas laborales de ocho horas, garantizando
también el pago por horas extras.
Respecto
a la imperiosa necesidad de organizar, clasificar, legalizar y devolver su
vocación original a la tierra improductiva, Petro lanzó una interesante
propuesta que se convirtió en eje de una furiosa campaña de desprestigio, en la
que se le acusó de estar pensando en expropiar a los colombianos de sus bienes,
tal y como había hecho el presidente Hugo Chávez durante sus mandatos en
Venezuela. Su iniciativa consiste en aumentar el predial a latifundios
improductivos para ser comprados por el Estado y asignados a familias campesinas
que los puedan trabajar y volver productivos. No se trata de expropiación de
empresas, negocios, viviendas y tierra productiva, como afirman sus
contradictores, se trata de lograr, de manera progresiva, que las más de tres
millones de hectáreas destinadas a ganadería extensiva o sin uso definido,
recuperen su vocación y sirvan para la producción de alimentos y para el
desarrollo de la agricultura campesina. Petro lo define como un proceso de
“democratización en el acceso a la tierra”, para superar las brechas de la desigualdad
en el campo.
En
el tema salud, su idea es acabar con el negocio de las EPS que operan como
intermediarias entre el Estado y los usuarios, para crear un fondo único de
salud que mediante recaudo de impuestos, aportes parafiscales y pago de los
servicios, permita el crecimiento de la financiación pública, una red
público-privada para la prestación de servicios y la recuperación y
modernización de los hospitales públicos en todo el país.
En
cuanto a educación, el programa de la Colombia Humana propone crear el ‘Consejo
Nacional del Saber’, aumentar el presupuesto de manera progresiva en educación,
ciencia, cultura, deporte y protección de la primera infancia hasta alcanzar un
7% del PIB al finalizar su mandato. En los colegios públicos se impondrá una jornada
completa de ocho horas, y a partir de los tres años, los niños y las niñas podrán
acceder a un sistema público en el que los maestros cuenten con plenas garantías
laborales. En relación con la educación superior, propone acabar con el sistema
de créditos ICETEX, y condonar las
deudas de los estudiantes. Contrario a lo que plantea Duque de mantener el
programa ‘Ser pilo paga’, Petro propone el programa ‘Ser joven da derechos’,
para garantizar el acceso a una educación superior de calidad, fortalecer la universidad
pública, y asignar nuevos recursos para financiar programas de investigación en
universidades públicas y en el SENA.
Con
respecto al consumo de sustancias sicoactivas, Petro considera que el tema no
se resuelve con acciones policiales y punitivas sino a través de una política
de salud pública que ayude al consumidor y brinde opciones para la inclusión
social de los jóvenes que incurren en delitos menores.
Respecto
a la tensa realidad pensional, Petro reconoce que Colombia es uno de los países
con menor número de pensionados, y que los adultos mayores son los más pobres
de la región. Hoy los ciudadanos están obligados a cotizar pensión con fondos
privados, beneficiando a la banca privada y poniendo en riesgo los ahorros de
los trabajadores. Petro piensa crear el Banco Agrario para garantizar que el
ahorro en la banca pública sirva para financiar la industrialización del país.
También plantea crear el bono pensional subsidiado para aquel adulto mayor que
a lo largo de su vida laboral no pudo hacer aportes suficientes o que se encuentra
en estado de pobreza.
Demócratas,
académicos, intelectuales, protagonistas de la historia y símbolos de la
decencia en Colombia y en el mundo han reconocido en su programa, una alternativa
viable para llevar a Colombia a los niveles de progreso, justicia y equidad que
se requieren para consolidar una genuina paz. Entre los personajes que se han
adherido a su campaña, se destacan: Antanas Mockus, profesor, ex alcalde mayor
de Bogotá, ex candidato presidencial, recién elegido senador con la segunda
votación más alta, y quien además es considerado como la reserva moral del país;
la excandidata presidencial Ingrid Betancourt, quien permaneció seis años secuestrada
por las FARC; Claudia López, senadora, formula vicepresidencial de Sergio
Fajardo y promotora del referendo contra la corrupción. También se ha sumado un
importante sector de la Alianza Verde, Coalición Colombia, Polo Democrático, las
centrales de trabajadores, las organizaciones sociales, los movimientos
feministas, y los más destacados académicos y artistas del país, como el
cantante argentino, nacionalizado en Colombia, Piero, los escritores Mario
Mendoza, Laura Restrepo y Alberto Salcedo Ramos, el sicólogo Sergio Ocampo
Madrid, y los columnistas Antonio Caballero, Rodrigo Uprimny, Daniel
García-Peña y el economista Salomón Kalmanovitz. A nivel internacional ha
recibido apoyo de ambientalistas, escritores e intelectuales, como Jane Morris
Goodall, antropóloga inglesa, etóloga -experta en chimpancés- y mensajera de
paz de la ONU; Peter Singer, filósofo australiano, considerado el padre del
animalismo y referente de la ética mundial; Thomas Piketty, economista francés;
Chantal Mouffe, filósofa y politóloga belga y J.C Coetzze, escritor
sudafricano, premio nobel de literatura 2003. Esta misma semana se hizo pública
una carta de apoyo firmada por 200 cineastas colombianos, y otra emitida por
diferentes representantes del mundo de la cultura, como el filósofo y sociólogo
italiano Antonio Negri, el teólogo británico John Milbank, y el psicoanalista,
critico cultural y filósofo esloveno Slavoj Žižek. Se espera que en los
próximos días el jefe del equipo negociador en el proceso de paz con las FARC,
Humberto de La Calle se sume a la Colombia Humana.
Estos
apoyos se entienden y se justifican plenamente. Las elecciones del 17 de junio
son cruciales porque se enfrentan dos visiones de país totalmente opuestas; la que
representa la vetusta política, la plutocracia y le apuesta a la depredación
ambiental mediante la autorización del fracking
(prohibido en varios países), la mega minería y las fumigaciones áreas con
pesticidas como el glifosato; que amenaza con acabar con los Acuerdos de paz y
con la misma Constitución del 91 para ajustarla a los intereses de una élite política
comprometida con graves violaciones a los derechos humanos. Y otra que propone profundizar
la democracia y la justicia social, avanzar hacia la consolidación de un Estado
democrático social de derecho en el que se garantice la paz, reconocida como derecho
fundamental en el artículo 22 de la Carta Política, defender el ecosistema y
las reservas naturales, y trabajar por una política pública decente que
reconozca en el agua y en el ser humano los ejes del desarrollo.
La
decisión parecería obvia si nos atenemos al más elemental sentido común. Sin
embargo, no es así. Si bien hay un importante sector de la sociedad que expresa
de manera clara su inconformidad frente a esa vieja política de castas y
apellidos tradiciones, en la que los recursos de la nación se reparten
alegremente en los clubes entre vasos de whiskey y sonoras carcajadas, que se resiste a reconocer las verdaderas causas
de la violencia, la inequidad y la injusticia, y prefiere sostener un sistema de
gamonales y esclavos sin derechos; también es cierto que hay una población mayoritaria
tremendamente ignorante en términos políticos, vejada durante lustros,
manipulada, envenenada y susceptible de ser cooptada por intereses
particulares, entre quienes se cuentan los portadores de un catolicismo
fanático, que repiten que Petro es castrochavista, que destruirá a la familia,
que volverá gays a los niños y
consumidores de vicio, y que hará de Colombia una Venezuela. Esta población que
teme al cambio, que teme a que nos gobierne una opción distinta, es la misma
que en el pasado votó -y ganó- por el NO al plebiscito de la paz.
La
cordura escasea por estos días, y lo que está en riesgo en Colombia no es poca
cosa: es la democracia misma y el derecho a la paz. Detrás de Duque esta Uribe,
y de resultar ganador, Colombia entraría en un proceso regresivo muy peligroso,
incluso se estaría abocando a una dictadura civil en la que la que la cabeza
del Estado ni siquiera estaría en el elegido sino en su mentor, quien lograría
hacerse al control pleno de las tres ramas del poder público, en tanto goza de
amplias mayorías en el congreso, y desde el ejecutivo, con las reformas
regresivas y antidemocráticas que se propone impulsar, no le sería difícil dominar
la rama judicial. Por eso el llamado es a votar por lo correcto y en defensa de
la democracia, no por quien nos guste o por quien responda a nuestras creencias políticas personales.
Colombia
se juega en estas próximas elecciones la posibilidad de romper con su clasismo
de antaño, de construir un mejor país, de hacerlo viable, justo, democrático,
con opciones de libertad y garantías sociales para todos y todas, incluyendo a aquellos
que no lo saben, no lo creen o no lo entienden o se aferran con temor a la
agujereada tabla salvavidas del pasado.
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