¡Nos están matando!
Colombia,
el país que lucha por la paz, ahora enfrenta la amenaza del ‘sicariato’ dirigido
a líderes sociales y defensores de los derechos humanos.
¡Basta
ya! fue el clamor multitudinario que estremeció el pasado seis de julio las
principales plazas de algunas ciudades de Colombia, y del exterior. Basta ya de
crímenes, de asesinatos sin asesinos, del miedo, la indolencia y la impunidad.
¡Nos está matando! exclamaron activistas sociales, líderes populares,
defensores de la vida, la paz y los derechos humanos, estudiantes, académicos, miles
de ciudadanos que se declaran en resistencia ante la oscura noche que se cierne
sobre el país. Tuvieron que morir a bala, a mano de sicarios más de cien
personas, doscientas, trescientas en un año y ocho meses para que la sociedad,
o parte de ella, decidiera hacer algo capaz de desafiar la aceptada y
concurrida impotencia. La firma del Acuerdo de Paz no nos sacó de la guerra
afirmó Jesús Santricht, el comandante de las FARC invidente que se encuentra en
prisión víctima de un montaje judicial que amenaza con extraditarlo. “Lo más
grave de esto, son las matanzas que al final cínicamente terminan justificando
varios burócratas. Tipo Ministro de Defensa… es una farsa esto de la paz, es
mejor no engañarnos, porque vienen tiempos muy duros”, aseguró.
La
respuesta del gobierno nacional como si la historia no dijera ni enseñara nada
ha sido errada: justificar por un lado los crímenes sembrando un manto de duda
sobre las víctimas, guardar silencio o declarar tácitamente su impotencia
frente al crimen organizado, sin atreverse siquiera a reconocer su identidad,
aunque no es difícil suponer que detrás de esta oleada de asesinatos están los grupos
narcoparamilitares, que actúan con la anuencia de terratenientes, ganaderos, políticos
y mafias locales.
Miles
de colombianos conmocionados con este imparable baño de sangre, y temerosos
ante la posibilidad de repetir el genocidio que se desató contra la UP luego de
la firma de los fallidos Acuerdos de paz de la Uribe (Meta) en 1984, cuando se
producía el asesinato diario de alguno de sus miembros, se tomaron de manera
pacífica con velas encendidas, danzas, consignas y pancartas, las principales
plazas de varias ciudades de Colombia, y las de algunas capitales de otros
países para expresar su repudio al sistemático asesinato de líderes y lideresas
sociales en el país, exigir garantías al Gobierno Nacional y que cumpla con su
deber de desarticular la estructuras criminales que operan en casi absoluta
impunidad en buena parte del territorio nacional. También se hizo un llamado a
la comunidad internacional para que se pronuncie de manera enfática y presione
al Estado colombiano.
De
acuerdo con un reciente informe presentado por la Defensoría del Pueblo, desde
enero de 2016 a junio de 2018, se han registrado 311 asesinatos de activistas
sociales y políticos, defensores de derechos humanos, reclamantes de tierras,
ambientalistas y promotores de los Acuerdos de paz. Se calcula que cada tres días en promedio se
está asesinando a un líder social, pero mientras la selección Colombia se
debatía contra Inglaterra en el mundial de futbol Rusia 2018, fueron asesinadas
cuatro personas en un solo día, una de ellas en el interior de su casa mientras
seguía el partido.
Hoy
mientras escribo este texto me llegan noticias del asesinato de tres nuevos
líderes sociales: Un docente en Pitalito (Huila) y dos líderes de la minga de
resistencia indígena. Ayer fueron asesinados el vicepresidente de la Asociación
Campesina para la protección ambiental del Caquetá y un líder de la Asociación Mixta Indígena Campesina
ASOMIC de Guacarí (Valle); el personero de Murindó (Cauca), anunció la posible
toma de su pueblo por parte de ejércitos paramilitares y una periodista de
Mocoa, Putumayo fue amenazada de muerte.
Es
difícil contemplar los rostros de las víctimas, ver una sonrisa cargada de
esperanza, unas manos fuertes y luchadoras
o una madre comunitaria que ya no podrá seguir velando por las necesidades de
su gente, sin que se encoja el corazón. Tengo un papel en mis manos, un recorte
que contiene el nombre de una víctima. Lo escogí al azar de la bolsa blanca que
un estudiante me ofreció, como quien ofrece un dulce, durante la ‘Velatón’ en
la Plaza de Bolívar de Bogotá. Me correspondió el número 107 y el nombre de
Manuel Ramírez Mosquera, desplazado, reclamante de tierras y ex presidente del
consejo comunitario de Truandó (Chocó), asesinado por paramilitares el 17 de
agosto de 2017.
Esta
ola criminal dirigida en especial contra líderes sociales y comunitarios,
militantes de izquierda y defensores de derechos humanos, tiene tanto
connotaciones de orden económico como político. Por un lado los violentos se
han propuesto alcanzar el pleno control territorial en esa Colombia profunda y
marginal, donde impera la economía de la ilegalidad, el extractivismo minero,
el despojo de tierras, el narcotráfico, y los conflictos por los recursos
naturales y por los programas de sustitución de cultivos de matas de coca.
Pero
por el otro lado hay un plan de exterminio contra aquellas personas que asumen
la vocería de sus comunidades para pelear por sus derechos, reclamar inversión
y desarrollo, desafiar los actores armados que los oprimen, y exigir el
cumplimiento de las promesas del Estado y plenas garantías para la actividad
política organizada y la vida productiva en los territorios. El móvil es
político en la mayoría de los casos, eso es claro; no podemos olvidar que desde
hace tiempo varios activistas de izquierda, ambientalistas, líderes
comunitarios y defensores de derechos humanos fueron declarados objetivos
militares por los grupos armados que operan en sus regiones. No es casual que
entre las víctimas se cuenten personas que colaboraron con la campaña
presidencial de Gustavo Petro o pertenecían a organizaciones sociales y
políticas como el Congreso de los Pueblos, la Cumbre Agraria, Marcha
Patriótica, PCN, Ríos Vivos, la Confederación Comunal de Colombia, y el nuevo
partido de las FARC. Tampoco es casual que los panfletos amenazantes en los que
ponen un plazo de 48 horas para abandonar el territorio siempre estén dirigidos
a líderes sociales o políticos.
Pero
más allá de las cifras que horrorizan a buena parte de la sociedad, lo cierto
es que el liderazgo territorial está amenazado, todo atentado contra un líder
social tiene un carácter político y el Estado ha sido incapaz de frenar esta
ola criminal y ofrecer garantías al movimiento social colombiano. Incluso la
misma Fiscalía General reconoce que tiene dificultades para investigar las
amenazas contra líderes sociales.
El
ministro de Defensa, haciendo eco a cuestionadas afirmaciones del pasado, se
despacha del problema afirmando que los grupos paramilitares no existen en el
país, contrariando las declaraciones y evidencias recaudadas durante años por organismos
de control del Estado, informes de organizaciones sociales y las voces de
quienes viven en comunidades sometidas por este poder mafioso. Para el ministro
de Defensa las muertes no obedecen a ningún plan sistemático de exterminio; se
trata de líos de vecinos por linderos o líos de faldas, como declaró ante la
prensa nacional. Mientras tanto siguen
cayendo líderes sociales en un exterminio de enorme gravedad, pues como señala
el Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU, “hay ataques letales que no
se registran en el ámbito nacional, pero que en el ámbito local aplacan toda
actividad de defensa de derechos”.
Los
grupos paramilitares, en sus múltiples denominaciones (clan del golfo, Águilas
Negras, Caparrapos, Usugas o rastrojos; todos integrados por desmovilizados de
las AUC) operan en buena parte del territorio nacional, se alimentan del
negocio del narcotráfico, la minería ilegal, se oponen a la restitución de
tierras para campesinos despojados y cuentan con la complicidad de las autoridades locales, civiles y militares. De
modo que aun cuando el gobierno declare que los asesinatos son multicausales, todas
las posibles causas se relacionan con estos grupos narcoparamilitares, los
crímenes se cometen en zonas bajo su dominio, y además son ellos los responsables
de las decenas de panfletos amenazantes que circulan periódicamente entre
organizaciones sociales y comunidades. La mayoría de los crímenes se han producido
en Antioquia, departamento que continua siendo trinchera paramilitar, Norte de
Santander, histórico bastión del ELN y en la región del pacífico, la más
abandonada y pobre del país, y dónde se reconoce una fuerte militancia política
de izquierda.
A
un mes de la posesión del nuevo presidente electo, Iván Duque, la situación es incierta
y parece agravarse conforme pasan los días. El actual gobierno propone una reunión
con la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad, instancia creada en el
marco de los Acuerdos de Paz con las Farc para enfrentar situaciones de máxima
violencia, y expedir un nuevo decreto de seguridad colectiva, para que los
líderes sociales puedan desarrollar sus actividades en pro de las comunidades en
las que residen.
Eso
está muy bien. Pero ni las comisiones ni los decretos ni siquiera las marchas
ciudadanas sirven para detener a los asesinos o convencerlos del deber moral y
social de parar este baño de sangre. No sólo sería ingenuo considerar algo así,
es totalmente improbable pues se trata de estructuras delincuenciales que no
temen a la institucionalidad, desprecian a la sociedad, se ríen de nuestras
marchas y no responden a un estructura unificada de mando militar. Los nuevos
grupos paramilitares están diseminados en 22 departamentos del país bajo
distintos nombres, y su accionar está legitimado socialmente, especialmente
entre las elites locales. Tampoco sirve adjudicar chalecos antibalas a diestra
y siniestra, o esquemas de seguridad con camionetas blindadas y agentes de
dudosa reputación al servicio de las
personas que luchan por los derechos de sus comunidades, y que denuncian ser objeto
de amenazas. Es hasta contraproducente y bastante llamativo ver carros
costosos, con vidrios oscuros y puertas blindadas entrando a barrios desvencijados,
donde ni siquiera hay pavimento ni alumbrado eléctrico para recoger o dejar en
casa a su protegido. De inmediato los vecinos empiezan a sospechar y la alarma
se enciende en toda la comunidad.
Sin
embargo, son muchas las personas que solicitan protección en Colombia. En los
últimos tres años la Unidad Nacional de Protección ha recibido más de 143.000
requerimientos de protección, y se han adjudicado medidas a cerca de 5.000
líderes sociales. La Corte Constitucional acaba de pedirle a esta Unidad que
actúe de manera proactiva y sin dilaciones injustificadas que pongan en riesgo
la vida, la integridad física, la libertad y la seguridad personal de quienes
solicitan protección; pero nada de eso es suficiente y tampoco garantiza la
supervivencia de los líderes sociales ni que cese el exterminio. Es urgente ir
a la matriz del problema.
En
el Acuerdo de Paz firmado en el 2016, el Gobierno Nacional se comprometió a
brindar garantías de seguridad para todos los habitantes y las comunidades en
el territorio nacional, para todos los movimientos y partidos políticos,
incluyendo el movimiento que surja del tránsito de las Farc a la actividad
política legal, organizaciones sociales y defensoras de derechos humanos. Estas
garantías incluyen medidas efectivas para “contribuir al esclarecimiento del
fenómeno del paramilitarismo, para fortalecer la justicia, proteger y promover
el respeto por los derechos humanos y ampliar la participación ciudadana, la
rendición de cuentas y generar garantías de no repetición”. El Estado asumió el
deber de garantizar la participación en política y el fin del conflicto, de implementar un sistema integral de seguridad
y protección a personas, y de luchar contra todas las organizaciones criminales
y sus redes de apoyo, que amenacen la implementación de los acuerdos.
Las
medidas propuestas en cuatro ámbitos: político, judicial, de seguridad y transparencia
institucional, bajo principios que rigen toda sociedad democrática, no se están
cumpliendo. Es evidente que el “Programa Integral de Seguridad y Protección
para las comunidades y organizaciones en los territorios” no funciona como
tampoco funciona el “Instrumento de prevención y monitoreo de las
organizaciones criminales”.
Las
respuestas del gobierno saliente siguen siendo tibias y no hay esperanza en que
el nuevo gobierno asuma el deber constitucional de frenar este genocidio en
marcha. Todo lo contrario. El hoy senador Álvaro Uribe Vélez, mentor político y
jefe del nuevo mandatario, es investigado por sus estrechos vínculos con grupos
paramilitares, su propio hermano fue llamado a juicio por la creación de un
grupo paramilitar conocido como los 12 apóstoles, y en reciente un informe
revelado por el Centro de Investigación Independiente de Estados Unidos (NSA) se
afirma que una de las fincas del expresidente y su familia fue base de
operaciones de un grupo paramilitar en los años 90. También algunas de las personas cercanas al
nuevo gobierno han sido señaladas de tener relaciones con estos grupos, como el
ex procurador Alejandro Ordoñez, el ex
gobernador de Antioquia y jefe de debate de la campaña, Luis Alfredo
Ramos; el ganadero José Felix Lafaurie, presidente de Fedegan, quien fue cuestionado
por el Alto Comisionado de la ONU, por liderar una campaña contra la ley de
restitución de tierras. Lafaurie además está casado con la polémica congresista
del Centro Democrático (partido creado y liderado por Uribe) María Fernanda
Cabal, celebre en el país por su incultura histórica, su anticomunismo visceral,
y por afirmar cosas como que “el ejército es una fuerza letal de combate que
entra a matar” o que “los falsos positivos son parte de la narrativa mentirosa
de este país”. También son amigos del nuevo gobierno diferentes casas políticas
ligadas al paramilitarismo, y varios de los candidatos por su partido político
han sido investigados por estas alianzas.
Muchos
ciudadanos sospechamos que los grupos narcoparamilitares -que el gobierno se
resiste a reconocer- se están sintiendo legitimados por un régimen que está integrado
en su casi totalidad por personas afines a su ideología, y que el conflicto y
los asesinatos selectivos en vez de parar con el cambio de gobierno, se podrían
recrudecer.
Las
manifestaciones ciudadanas que buscan conmover, denunciar y empoderar a la
ciudadanía, así como el llamado del presidente para activar la Comisión Nacional
de Garantías de Seguridad, son reacciones a una tragedia que amenaza con
desbordarse. Pero en algunas semanas el tema se desvanecerá, los marchantes se
cansarán, las victimas volverán a su soledad, los líderes que sobrevivan seguirán
haciendo resistencia, si tienen suerte desde el exterior y el Alto Comisionado
de Derechos Humanos de la ONU, Alberto Brunori, recordara cada tanto el pacto
por los derechos humanos firmado por el presidente electo, Iván Duque. En
cuestión de días, tal vez después de la marcha del 7 de agosto (día en el que
se posesiona el nuevo jefe de Estado), buena parte de la sociedad colombiana
regresara a los deportes, a los nuevos escándalos y temas de moda; y sus ciudadanos
seguirán siendo los sombríos habitantes del segundo país más feliz del mundo.
Comentarios
Publicar un comentario