Todo por la paz


Todo por la paz
“La paz más injusta es siempre preferible a la más justa de las guerras”.
Erasmo de Róterdam


La mayoría de las veces cuando voy por la calle observo a las personas que caminan a mi lado y avanzan en distintas direcciones, y concluyo -casi con certeza- que a la inmensa mayoría de ellas la paz no les interesa en lo absoluto, no les dice nada, no las motiva ni las convence.  Algunas se limitan a repetir lo que dicen los políticos y la gran prensa, critican el proceso de paz suscrito por el gobierno Santos a nombre del Estado colombiano con las FARC sin detenerse a evaluar su contenido ni los enormes progresos que se derivaron con su firma; solo copian enconados discursos sin atreverse a sospechar siquiera los intereses que los motivan. Hay otros que ni eso, que ni le asignan una intención de pensamiento  porque para ellos la paz no es nada, no traduce imagen ni creencia razonable. Pero también hay un amplio segmento de país que si anhela la paz, que se esfuerza por darle un significado real, que se siente complacida con el Acuerdo firmado y se alegra con ver a los desmovilizados debatiendo en el congreso o arando la tierra y no matando ni muriendo en una guerra demencial. Entre unos y otros, los afines o los contradictores de una paz posible, está la inmensa mayoría de ciudadanos que no logra visualizarla ni entenderla ni apropiarse de un concepto que a veces parece lejano y complejo pese a su teórica simpleza. ¿Qué es realmente la paz? Es la pregunta que los ronda, a ellos que son la parte amable de la ecuación nacional.

Aunque suene increíble, dos años después de firmado el Acuerdo de Paz, todavía hay ciudadanos que piden el retorno de la guerra, que no les gusta esta paz, que no toleran a los guerrilleros vestidos de civil legislando cerca a ellos, que no se resignan a vivir en un país en proceso de cambio, dispuesto a derrotar el miedo y la incertidumbre durante lustros padecidas. Sin mayor conciencia y con poco conocimiento acerca del desastre y sufrimiento que vivieron las regiones sometidas por el imperio de las armas y el capricho belicoso de los guerreros, piden el regreso de una costosa y cruenta guerra que solo vieron por televisión; de una guerra sombría como toda guerra, en la que por supuesto no están dispuestos a morir, ni serán sus hijos los que marchen a ella ni los que resulten muertos, traumatizados o mutilados. No. Ellos piden guerra para que sean los humildes soldados, los humildes campesinos y los jóvenes humildes de todo el país los que empuñen las armas, partan al monte y mueran allí peleando una guerra ajena.

Desde confortables oficinas o cómodas residencias en Bogotá, Medellín o Miami, vía activismo pago o redes sociales, quienes se declaran abiertamente enemigos de la paz pactada arremeten con virulencia y epítetos de baja laya contra el expresidente Santos -el único en Colombia que ocupará un lugar destacado en la memoria histórica del continente- por habérsela jugado por una paz posible (no ideal, solo la posible); y hacen un llamado para que las huestes guerreristas que se encuentran en armas desde las regiones, asesinando líderes sociales, traficando y amenazando, o las que escupen odio desde el parlamento o a través de los micrófonos de las grandes empresas de comunicación, no cesen en su empeño desestabilizador. Le piden al presidente Duque que traicione el Acuerdo de Paz firmado con las FARC, niegue la justicia transicional y la nueva institucionalidad creada para cerrar un ciclo de horror, burle el proceso de reincorporación de los excombatientes, abandoné las zonas de reubicación y los proyectos productivos y agrarios que se realizan con el acompañamiento de la ONU, ignore la puesta en marcha de un nuevo genocidio y retorne a la fumigación de los campos con pesticidas que envenenan la vida. Los guerreristas se resisten a superar sus miedos y sus odios, no quieren ubicarse en la nueva realidad de un país que ya no tolera más muerte, dolor, violencia, destrucción e impunidad; de un país hastiado de la guerra; de un país que se ha propuesto recuperar poco a poco su dignidad. Pero lo más grave no es que se resistan al cambio y al deber humano de superar las heridas que nos dejaron tantos años de confrontación, lo peor es que quieren impedir que otros lo hagan, que se han propuesto arrastrar a la nación a la fosa oscura de la violencia y del odio, y apunta de autoritarismo y engaño quieren impedir el avance del país hacia un nuevo ciclo de la historia.

El Centro Nacional de Memoria Histórica concluyó en su primer gran informe que 53 años de guerra nos dejaron 220.000 muertos, más de 7 millones de desplazados, 60.000 desaparecidos, miles de masacres, mutilados, sanguinarios choques entre guerrillas, paramilitares, agentes estatales y narcotraficantes, graves crímenes de lesa humanidad, multimillonarias condenas internacionales, cientos de pueblos arrasados y billonarias pérdidas económicas que se traducen en atraso, negligencia institucional, falta de infraestructura, escuelas, hospitales, viviendas e inversión social. La guerra degradó la democracia; y el narcotráfico, su principal combustible, impuso una mentalidad mafiosa, pervirtió las relaciones sociales, infectó la política y deformó la conciencia ciudadana.

Pero el Acuerdo de Paz abrió camino a la esperanza. Logró que más de 8.900 miembros de la guerrilla de las FARC renunciaran a la lucha armada y se ubicaran en las 19 Zonas Veredales Transitorias de Normalización (ZVTN) y en 7 Puntos Transitorios de Normalización (PTN), distribuidos en 14 de los 32 departamentos de Colombia, lo cual redujo su presencia y control territorial. En un informe de la organización Parés se indica que las FARC pasaron de operar como grupo armado en 242 municipios del país a concentrarse como agrupación civil en 26 veredas. Se liberó así más del 90% del territorio que antes ocupaban. Además 8.994 fusiles salieron de la guerra y pasaron a manos de la ONU.

Durante el primer año de post acuerdo, se redujo en un 78% el numero de personas asesinadas a causa del conflicto; las víctimas de desplazamiento forzado, que según el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (ACNUR) fue de 7,4 millones en cinco décadas de guerra interna, se redujo en 79%. Los mutilados y heridos a causa de las minas antipersona sembradas en  el 47% del territorio nacional, disminuyó en un 92%, cuando a nivel mundial Colombia ocupaba el segundo lugar, después de Afganistán, en población más afectada a causa de las minas. Si bien es cierto que los cultivos de hoja de coca aumentaron luego de la firma del Acuerdo de paz, convirtiendo al país en el principal productor a nivel mundial, también es cierto que la falta de inversión del Estado y de estímulos para promover y fortalecer el desarrollo agrario, la ausencia de la guerrilla en los territorios y las dificultades en la minería ilegal, contribuyeron al aumento de cultivos y al surgimiento de nuevas rutas del narcotráfico. Sin embargo, las FARC asumieron el compromiso de ayudar a combatir el tráfico de droga, y desde su desmovilización ya no hacen parte de esta cadena delictiva.

El ahorro en vidas humanas, en sufrimiento y en recursos económicos indican que firmar la Paz fue un gran paso hacia la construcción de un mejor país, aunque hoy Colombia enfrente nuevas amenazas y viejos problemas. La profunda inequidad social, la pauperización de una gruesa franja de la población (se estima un 25% de pobres y un 8% de indigentes), la falta de garantías sociales efectivas, la escandalosa corrupción administrativa, el sistemático asesinato de líderes sociales y desmovilizados, la transitoria imposibilidad de reanudar el dialogo con la guerrilla del ELN, la vigencia de las estructuras narcoparamilitares que operan en buena parte del territorio nacional y actúan en connivencia con autoridades locales y fuerza pública, los ataques al Acuerdo de Paz desde el mismo gobierno y sus bancadas en el legislativo, los intentos de la extrema derecha por suprimir la independencia de poderes y anular las bases estructurales de un Estado democrático, alejan la posibilidad de realizar una paz completa y efectiva. No obstante todos los ciudadanos del país tienen, lo sepan o no, la responsabilidad de perseverar en ella.

Hace algunas semanas el ex líder guerrillero Rodrigo Londoño, más conocido como Timochenko, compartió sus impresiones durante una visita que realizó al municipio de Tumaco, Nariño, en la costa pacífica. A través de redes sociales publicó las fotografías de varios murales alusivos a la paz hechos por soldados del ejército y agentes de la policía.  Recorrió los cultivos de plátano, limón, piña y sábila que se encuentran sobre la Variante Tumaco y visitó un establo construido por ex combatientes de las FARC con el acompañamiento de representantes de la ONU y agentes del Estado. Su reporte se convirtió en una prueba de construcción de paz en los territorios.




“Fui el primer sorprendido con lo que encontré en un espacio que ha sido tan estigmatizado. Y de una me dije: ¡no puede ser que el país no conozca esto!”, señaló. En varios trinos ha expresado su compromiso con la verdad y las víctimas, como aporte a la memoria histórica del conflicto armado. “Nuestra palabra es la paz y la reconciliación”, ha publicado. “Continuamos construyendo junto a los exguerrilleros combatientes del bloque Magdalena Medio. Nuestro compromiso con la paz es aportar a la verdad, la memoria y la no repetición para la reconciliación. #NoRenunciamosALaPaz @PartidoFARC”. Para una parte del país es absolutamente esperanzador y motivo de alegría ver jóvenes guerrilleros participando en proyectos productivos, cultivando la tierra y discutiendo con argumentos en diferentes talleres de capacitación; y no en el monte, condenados a vivir y a morir en una guerra sin sentido.

Los detractores de la Paz que sueñan con que los desmovilizados, los mismos que llegaron a ensanchar la franja social de los más pobres del país, marchen a la selva dispuestos a matar o morir en ella, deberían enfocarse en otra dirección, cambiar cuanto antes su agenda o crear una nueva si no la tienen. Si la extrema derecha quiere sobrevivir en términos políticos, tener juego en la escena pública y responder con acierto a los nuevos desafíos globales, debe reconocer -aunque no le guste- la importancia mundial del Acuerdo de Paz, su lógico costo (el cual es ínfimo si se compara con sus beneficios o con el precio que asumieron otros países que lograron poner punto final a sus guerras con una negociación política), y aceptar que después de más de medio siglo de padecer una degradada y costosa guerra, el Estado colombiano firmó un Acuerdo de paz porque no pudo derrotar a la guerrilla por la vía militar. En esta guerra no hubo vencedores ni vencidos: ni la guerrilla fue derrotada ni el Estado se rindió. Y este simple hecho plantea una nueva realidad política que modifica la dinámica social. Quien no lo reconozca inevitablemente será marginado de la historia y estará condenado a desaparecer.

Sin embargo, aunque la paz sea una construcción que toma tiempo y no un simple decreto, está en riesgo y muy lejos de estar plenamente asegurada. Mientras subsista el temor al incumplimiento del acuerdo o su parcial incumplimiento, en especial lo que se refiere a la reforma agraria, seguridad y participación política, no se logre una profunda transformación en la sociedad colombiana y la derecha radical, con el acompañamiento del actual gobierno, siga empeñada en sabotear el Acuerdo para imponer un desgastado discurso de odio, y el gobierno no se asuma la responsabilidad de parar el asesinato de guerrilleros desmovilizados y de sus familias, será muy difícil alcanzar una verdadera reconciliación nacional y garantizar una paz estable y duradera.


Si Colombia no rompe el círculo de crimen e impunidad que repite desde el siglo XIX, sigue eligiendo mal y tolerando que los cargos de máxima responsabilidad en el Estado se usen para lucro y beneficio personal (con sus absoluciones negociadas y su elocuente desprecio a la justicia), e insiste en sostener un mismo y fracasado proyecto político en el poder, no podrá realizar el cambio que el país reclama, o al menos no con la velocidad que se requiere, porque el cambio ya está en marcha y es irreversible.  

Hoy más que nunca las fuerzas sociales y políticas que claman por una paz cierta y concreta, y se reconocen como escuderos del proceso mismo, deben declararse en alerta naranja e idear mecanismos de protección que nos permitan como nación avanzar en el difícil camino de construir un país de paz.

Es imperioso que el ciudadano del común reciba los vientos de la paz, que sueñe paz, piense en paz y se sienta parte activa de un proceso de transformación nacional. La exclusión política, la miseria, la pobreza física y moral, la injusticia del sistema mismo y la falta de escenarios de participación con real incidencia en la agenda pública y social son desafíos que debemos encarar y superar para realiza una paz real, efectiva y de larga duración.



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Foto tomada de la web.
Foto de Rodrigo Londoño tomada de WA.

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