De Matarife y el país que pudo ser y no fue



Anoche, libre de la censura de hace una semana, se presentó el capítulo 8 de la popular y controvertida serie Matarife, cuyo realizador afirmó pocas horas antes del estreno, que el nuevo y segundo fallo de la justicia a favor de la libertad de expresión, autorizaba a todos los colombianos a hablar del expresidente Álvaro Uribe Vélez, como lo que es: un asesino, genocida, paramilitar, narcotraficante, corrupto y criminal. El nuevo capítulo, que se presentó con la frase “A Matarife lo parió la mafia. En ella creció y ella lo educó”, inició con una toma de Mendoza Leal descendiendo por el costado sur del barrio La Macarena en el centro de Bogotá, mientras se escuchaba una voz en off, suave, dulce y profunda que nos atravesó el corazón y logró despertar la herida de la historia. Era Carlos Pizarro Leongómez cuando en abril de 1990 dijo: "Tenemos la posibilidad de partir en dos la historia de Colombia, con un sólo objetivo: unir a los colombianos. Ofrecemos algo elemental, simple y sencillo: que la vida no sea asesinada en primavera". Dos semanas después fue asesinado por un sicario al interior de un avión que se disponía a salir de Bogotá rumbo a Barranquilla. Pizarro era entonces el candidato presidencial por la AD M-19. Un mes atrás bajo la misma modalidad, el candidato presidencial de la UP, Bernardo Jaramillo Ossa, quien había asumido la presidencia de la Unión Patriótica, tras el asesinato de Jaime Pardo Leal en 1987, también caía asesinado en la terminal del puente aéreo del aeropuerto de Bogotá. Los dos sicarios, menores de edad, serían luego ejecutados por agentes del Estado, cumpliendo órdenes de silenciarlos.

Las palabras sentidas y sinceras de Pizarro eran ciertas. Era y es verdad que la historia pudo ser diferente, que pudimos haberla partido en dos, evitar muchas muertes, dolores y tragedias, ahorrar sufrimiento y destrucción, vergüenza y perfidia en la política; que pudimos haber esquivado las trampas del destino impuesto para no ser hoy un país que apenas si sobrevive asfixiado en sus propias contradicciones, llevando sobre sus hombros la derrota de haber podido ser una nación más digna, valiente, justa y democrática.

La pauperización de las mayorías, el elevado nivel de violencia y de corrupción (hoy Colombia es percibido como el país más corrupto del mundo y ocupa el primer lugar en asesinatos de líderes sociales, sindicalistas y ambientalistas y en desplazamiento forzado, así como el segundo lugar en inequidad social y desprotección laboral), bajo el imperio de un régimen mafioso donde se tejen estrechas relaciones entre clanes políticos tradicionales y narcotraficantes, son consecuencia de una historia dominada por los intereses particulares de una minoría, una justicia silenciada o cooptada, unas Fuerzas Militares criminalizadas y una sociedad adormilada. La historia pudo ser distinta, como dijo Pizarro, pudimos marcar un antes y un después siendo la ética en la función pública nuestro parámetro de división; pero los políticos tradicionales lo impidieron; si no se hubieran asociado con la extrema derecha militar -adiestrada en la Escuela de Las Américas- ni con las mafias del paramilitarismo para desarrollar sus planes criminales de exterminio contra quienes proponían un país diferente; si la mezquina élite política y empresarial por terror a un cambio social y económico cada vez más urgente y desesperado, no hubiera asesinado a Carlos Pizarro, a Bernardo Jaramillo, a Jaime Pardo Leal, a Luis Carlos Galán, a Manuel Cepeda, a Álvaro Fayad, a Enrique Low Murtra, a Rodrigo Lara Bonilla, a Guillermo Cano, a Jesús Antonio Bejarano, a Darío Betancourt, a Tarcisio Roldán, a Eduardo Umaña Mendoza, a Alirio Pedraza, a Jesús María Valle, a Leonardo Posada, a José Antequera, a Pedro Nel Jiménez Obando y a decenas, cientos, miles de nuestros mejores hombres y mujeres para que esa minoritaria élite pudiera seguir viviendo en la opulencia en medio del dolor y la miseria de las mayorías nacionales, hoy muy posiblemente tendríamos un país muy diferente. Con toda seguridad no tendríamos un presidente puesto por la mafia, ni una vicepresidenta haciendo negocios con el narcotraficante que fuera jefe del Bloque Central Bolívar, responsable de la muerte de 10.000 o 15.000 personas, como señaló “Peter Vincent, quien en calidad de agregado judicial de la Embajada de Estados Unidos entre 2006 y 2009 en Bogotá, tuvo en su escritorio todos los expedientes sobre las AUC y sus actividades en el narcotráfico”, como publicó el periodista Jeremy McDermott en el portal de investigación Insight Crime, ni un billonario ausentista (miembro de la poderosa familia Char de la costa caribe, ligada al paramilitarismo), sin mérito legislativo alguno, habría sido nombrado presidente del senado, ni estaríamos rumiando frustraciones y tristezas a la sombra del poder malhabido de un expresidente -hoy senador con sanedrín propio- que pone títeres presidenciales a su antojo, manipula la justicia y va eliminando avances democráticos para garantizarse impunidad por sus múltiples crímenes.

Sin tanta muerte violenta, odio y omisión judicial no viviríamos bajo un régimen de terror que premia a los mayores genocidas con cargos públicos de máxima responsabilidad en el Estado, como el hijo de Jorge 40 (quien además justifica el proyecto criminal de su padre que significó más de 600 masacres, desplazamientos y secuestros) designado como director de la Unidad de víctimas en el ministerio del Interior, ni el hijo de la parapolítica Eleonora Pineda, vocera del sanguinario jefe paramilitar Salvatore Mancuso ante el congreso, habría sido nombrado un mes después del juramento del presidente Duque, como secretario general de Ferrocarriles, ni tendríamos un gobierno que utiliza los recursos del Estado para comprar lealtades, la diplomacia para proteger criminales, los órganos de control para encubrir delitos y el dinero de la mafia para burlar la voluntad popular y ganar elecciones. No hay duda de que pudo ser una historia diferente porque la gran responsable de la tragedia colombiana no es ni fue la guerrilla -ella solo fue una consecuencia que se degradó en el crimen y la barbarie- ha sido, es y será esta clase política tradicional, cruel, corrupta y ambiciosa, la misma que en 200 años de hegemonía bipartidista frenó toda posibilidad de avance humano, social y democrático.

Y esa misma dirigencia política fue la corresponsable del genocidio político de la UP; que desde su creación en mayo de 1985 hasta los primeros años del siglo XX contabilizó la muerte por asesinato de cerca de seis mil simpatizantes y activistas, entre ellos 9 congresistas, 13 diputados, 89 concejales, 11 alcaldes y dos candidatos a la presidencia de la República: Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa.

Entre 1985 a 1986 bajo una estrategia de aniquilamiento sistemático, que se expresó fundamentalmente a través del llamado «Plan Baile Rojo» que se extendió a nivel nacional, bajo la guía de altos miembros de las Fuerzas Militares, fueron asesinados 243 miembros de este partido. Como parte de esa estrategia de muerte, el 30 de agosto 1986 fue asesinado el representante a la Cámara Leonardo Posada; al día siguiente, el 1º de septiembre de ese mismo año fue muerto el senador Pedro Nel Jiménez. El 14 de agosto de 1987 fue asesinado el senador Pedro León Valencia y el 11 de octubre del mismo año mataron a Jaime Pardo Leal, presidente del partido y candidato presidencial. El 14 de diciembre fue ultimado el representante Octavio Vargas Cuellar. Para 1986 se alcanzó la cifra de 150 dirigentes ultimados. En 1987 la cifra aumentó a 160 y para 1988 eran más de 300 los dirigentes impunemente asesinados.  Durante 1989 la campaña de exterminio a través de los asesinatos selectivos, empezó a incluir la modalidad de masacres contra todas las poblaciones que apoyaban o simpatizaban con la UP. Durante este año se registró el mayor desplazamiento de líderes de esta organización política, y el exilio forzado de otros tantos de sus miembros, aunque el horror se extendió varios años más. Este genocidio aún permanece en la impunidad. 

Pero la noche oscura no terminó con el acuerdo paz firmado entre la guerrilla de las FARC y el Gobierno Nacional en 2016. Hoy en Colombia cada 36 horas es asesinado un líder social. Hay un nuevo genocidio en marcha que ha cobrado la vida de más de 971 líderes sociales desde la firma del Acuerdo de Paz, según el informe del 15 de julio pasado presentado por Indepaz, y poco más de 200 desmovilizados de la guerrilla han sido asesinados, aunque esto no despierte el interés ni la atención del “jefe de Estado”, y sus altos funcionarios insistan en negar la sistematicidad de los crímenes o se atrevan a justificarlos. Y en medio de esta violencia desesperante el país atraviesa la peor crisis social y económica de la historia. Más de 7 millones de colombianos perdieron su empleo a causa de la pandemia, otro tanto de millones carecía de ingresos desde antes de la llegada del Covid, y más de la mitad de la población vive en la pobreza, sin garantías sociales ni apoyo del Estado. 

El gobierno está cumpliendo con su promesa de hacer trizas el acuerdo de paz, de imponer un gobierno autocrático que desconoce la separación de poderes de la rama pública, de tolerar la violencia en los territorios y la destrucción de nuestros recursos naturales, con lo que además de impedir el cambio estructural que se requiere con urgencia en el país, está condenando a las nuevas generaciones a una cruenta y demencial guerra fratricida y al hambre, bajo el imperio de un Estado mafioso que se disfraza de democracia y va destruyendo todo lo que merecería nuestro mayor esmero y protección.

//Imagen tomada del Informe Especial de Indepaz “Registro de líderes y personas defensoras de DDHH asesinadas en Colombia”. Del 24/11/2016 al 15/07/2020

Bogotá, julio 15 de 2020


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