Colombia: La venganza es una ficción



Primera escena: Hay un hombre tendido boca arriba sobre el asfalto, sangra por la nariz y bajo su cabeza hay un charco de sangre.

Segunda escena: Un hombre intenta huir mientras es rodeado por cuatro personas que lo llaman asesino, lleva un arma en la mano y hace varios disparos.

Tercera escena: Vemos al hombre que trataba de huir tirado frente a un escalón sobre una bahía de piedra en la vía pública, agoniza frente a decenas de testigos; unos callan otros piden muerte. Dos encapuchados arremeten contra él con sevicia. Un casco choca contra su rostro. Fin.

 Este hecho, aterrador y brutal, nos desnudó como sociedad. En directo y desde distintos ángulos asistimos a la ejecución pública de un asesino identificado como técnico investigador 1 de la fiscalía general de la Nación, vestido de civil, con salvoconducto para portar armas y un carné que lo acreditaba como miembro del GAULA de la fuerza pública. En este solo hecho, en esta esquina de la Luna en Cali, murieron tres colombianos, trece en total ese día, pero algo más murió en el alma del país.

 En las calles, en los hogares y en las oficinas, en la policía o entre anónimos manifestantes, en la acción política y social, y desde el alto y bajo gobierno, está presente la barbarie que nos confronta y nos hiere, pero en medio de ella, por fortuna, se ocultan algunos gestos de humanismo que impiden nuestro naufragio definitivo. ¿Hasta cuándo podremos navegar en la oscuridad? ¿Qué dolor profundo será capaz de desgarrarnos como sociedad para obligarnos a bajar los brazos, levantar los ojos, mirarnos con vergüenza y reconocernos como los portadores de la esperanza? Solo así, parando y escuchando será posible poner punto final a esta historia de terror y empezar a construir una realidad que nos aleje para siempre de la barbarie y de este demencial odio que aniquila almas y vidas.  

“Una policía cruel para una población cruel”, es lo que seguramente algunos habrán concluido al ver el vídeo de las tres o cuatro escenas que circuló por redes sociales, seguido del abundante material que da cuenta de los crímenes cometidos por la policía de civil o de uniforme contra su mismo pueblo. Todavía temblamos al escuchar los gritos de quienes pedían muerte como si estuviéramos en una ejecución medieval o en el 9 de abril de 1948, y aún podemos ver bajo los párpados la dantesca escena del aterrador linchamiento público que algunos, sacando pecho, han definido como “justicia popular por mano propia”. Que nadie se engañe. Acá no hay nada que celebrar. No hubo valor ni heroísmo alguno, todo lo contrario, se trató de un hecho monstruoso de enorme cobardía criminal. Unas hordas sedientas de sangre, impulsadas por sus más primitivos instintos, revelaron su condición zoológica desprovista de humanidad y lucidez. Vimos en civiles encapuchados la misma brutalidad que hemos rechazado en los agentes de la policía que valiéndose de su uniforme y del porte de las armas del Estado salen a cazar ciudadanos indefensos y a torturarlos en tropel como si hubieran sido entrenados para eso, para dañar, y no para proteger.

Un linchamiento no es heroico ni es justicia. Es un acto de barbarie que se suma a otro acto de barbarie. Esta acción no nos reconcilió ni nos acercó al país que anhelamos vivir y legar a las próximas generaciones. Los ejecutores solo se degradaron como seres humanos, tiñeron de vergüenza al país, causaron inmenso dolor a una familia, y avergonzaron a las suyas. Nada de dignidad quedó de este capítulo de terror. Destrozar a un hombre en manada, independiente de quien sea y de lo que haya hecho, solo revela la degradación moral de una sociedad familiarizada con la violencia; tanto de quien sacó su arma y disparó contra otro ser humano desarmado, como de quienes en gavilla decidieron molerlo a golpes y cortes de navaja, como de aquellos que en la distancia celebraron la sevicia e intentaron convertir una acción cobarde y abominable en un acto de justicia.

Pero la justicia por mano propia no es justicia, es venganza. Y la venganza es un instinto que busca causar dolor, mientras que la justicia es un valor moral que busca y da lo mejor de sí para la sociedad. La venganza se alimenta del odio, la justicia de la esperanza. La venganza es una ficción ociosa y peligrosa que nos deprime en vez de elevarnos. No regresa a la víctima, no sana la herida y abre otras, crea una cadena de odios y venganzas, incrementa el dolor, nos hunde en la desesperanza y nos mata moralmente porque en la venganza nos convertimos en aquello que repudiamos, y pronto pasamos a ser los repudiados por alguien más.

Hoy la sensación que predomina en el país es que no hay autoridad y reina la anarquía:  desapareció el Estado, no hay justicia ni organismos de control ni ejecutivo, legislativo, ni gobierno ni democracia, ni límites para la autorregulación, solo locura homicida, desconcierto rabioso, violencia y miedo sobre un fondo de pobreza que condena a casi 30 millones de personas a no existir ante su propio gobierno porque no hay una política de Estado capaz de generar el bienestar, la equidad y la justicia que requiere una sociedad para funcionar, para vencer la condena al olvido de aquellos seres obligados a rumiar sus tragedias en los márgenes de la historia. Colombia es una democracia formal que naufraga en una espantosa desigualdad social. La ineficiencia estatal salta a la vista por donde se mire. Nada que hacer. Por eso el llamado desesperado de este amorfo presente es a cambiar de una vez por todas las reglas del juego porque como vamos, todos vamos a perder y no habrá un ganador que pueda contar esta historia.

 Un problema de justicia

Hace algunos años unos científicos norteamericanos presentaron un estudio con primates sobre la tendencia nata al altruismo, basada en la cooperación y el sentido de la justicia. En uno de esos experimentos se propusieron demostrar la existencia de un instinto natural hacia la justicia, logrando documentar reacciones de rabia, incluso de agresividad ante situaciones de injusticia en las que los animales percibían un trato discriminatorio y desigual frente a sus semejantes. En Colombia la injusticia ha sido histórica y hemos malvivido con ella durante décadas como si fuera una condena insalvable, algo propio de los Estados o un hecho inexorable. Y no es así, la injusticia social, económica, política y cultural es una elección que los gobiernos han perpetuado y la población ha tolerado. Pero como sucede con los primates, la injusticia genera rechazo, dolor y violencia. Y hoy el dique social parece haberse roto, y el grito contenido durante generaciones ha estallado. Todos queremos y necesitamos justicia. 

Hay quienes la buscan a través de canales de civilidad, como el dialogo, los acuerdos (que por lo general la parte dominante incumple), los extenuantes procesos judiciales (siendo frecuente la compra del juez o la venta de los fallos), las vías democráticas (la mayoría de ellas diseñadas para no prosperar) y las denuncias (que suelen convertir en blanco a quien denuncia). Otros creen que es posible encontrarla en el perdón, entendiendo que la única manera de liberarse del dolor es dándole un sentido a la tragedia, asumiendo la responsabilidad de salvar una vida en vez de cegar otra, tratando de evitar que su dolor se propague como brasa ardiente a través de los poblados en los que su gente lleva años apretando los puños y esperando su momento. 

Injusticia es el agente que asesina a un ciudadano en la calle y no es procesado y sus superiores en vez de amonestados son felicitados. Injusticia es linchar a un hombre que huye despavorido de una población enfurecida. Injusticia es que el gobierno desestime el diálogo con la ciudadanía que realiza su derecho a protestar, y que en lugar de reconocer la legitimidad de su malestar y abrir sus oídos para atender sus demandas decida enviar a sus tropas dotadas de armas de feroz destrucción. Además de injusticia, es una forma de barbarie extrema que viola preceptos constitucionales fundamentales y desconoce deberes internacionales en materia de derechos humanos. Un gobierno que se niega a sentir el dolor de su pueblo y a cumplir con su deber de acabar con el hambre, que, en vez de garantizar derechos y deberes sociales propios de una democracia, gobierna para élites, es un gobierno indolente, pero también violento. Un gobierno que burla los encuentros con el Comité del Paro, que los endosa a funcionarios sin poder de decisión, que ignora los preacuerdos presentados, mira con desdén a las organizaciones sociales, sindicatos y movimientos estudiantiles, lanza acusaciones infundadas para deslegitimar la causa del paro, acusando sin prueba, como han hecho otros gobiernos en el pasado, a las manifestaciones de estar infiltradas y financiadas por la guerrilla o por el inexistente castrochavismo o el vaciado presidente Maduro, y que busca generar enfrentamientos entre la misma población, posicionando a unos como gente de bien y a otros como vándalos a combatir. Esto es perverso y también es violento. La visita del presidente Duque a Cali el pasado 28 de mayo para reunirse con esos ciudadanos de camisa blanca y corazón oscuro que piden sangre, guerra y fuego, que se creen superiores y con más derechos que los pueblos indígenas o las masas hambrientas y harapientas que pululan en cada rincón del país, lanzó un mensaje preocupante a la sociedad: ‘el fin justifica los medios, y la razón está con quienes detentan el poder, aunque no sea verdad’. El gobierno ha ofrecido su irrestricto respaldo a la fuerza pública por ser fuerza pública, las mayorías en el congreso han apostado a favor del ministro Defensa, y el presidente no ha sido capaz de enviar un solo mensaje de conciliación ni de rechazo a la violencia protagonizada por agentes del Estado; ni siquiera ha expresado solidaridad con las víctimas, ni lamentado que tantos compatriotas hayan sido asesinados, mutilados, torturados, arbitrariamente detenidos y desaparecidos. Esto es otra forma de violencia. Y de injusticia. 

Los partidos políticos le han fallado al pueblo colombiano al no ser capaces de pasar por encima de sus propias barreras ideológicas e ir más allá de sus condenas formales para entender la dimensión de la crisis social que ha estallado en el país, el grito de indignación y dolor represado durante varias generaciones de ciudadanos a los que no se les ha reconocido como sujetos sociales, políticos ni de derechos. Los partidos políticos, como las ramas del poder público, como los organismos de control, en especial Fiscalía y Defensoría, y como buena parte de la sociedad, han sido incapaces de conjurar esta avalancha de odio, incluso muchos se han dedicado desde su lejanía e indiferencia, a profundizarla y atizarla a través de las redes sociales. Pocos, muy pocos han hecho un mea culpa constructivo y más pocos todavía han pasado del dicho al hecho, en busca de soluciones inmediatas a una tragedia humanitaria que no da espera. Ninguno ha sido capaz de ceder alguno de sus privilegios y ofrecerlo a ese pueblo adolorido, cuyos jóvenes son hoy carne de cañón en las calles de sus devastadas ciudades.

Cuando la primera dama de Chile, Cecilia Morel, confundió a los manifestantes que reclamaban dignidad y mejores condiciones de vida en 2019 con una invasión alienígena y declaró, en una conversación privada que se filtró a la prensa, “Vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás”, a muchos les pareció la frase cínica e infantil de una mujer frívola y elitista, pero cuánta razón tenía. Y esa frase ni siquiera se ha escuchado en labios de la ausente primera dama colombiana. Muchos se lamentan, pero nadie está dispuesto a ceder. Y aunque no lo reconozcan ni lo digan, ni la primera dama ni los políticos ni las élites protegidas por el gobierno, ni los empresarios, tienen que empezar a compartir sus privilegios.

La justicia internacional también ha fallado y enseñado las graves falencias del mismo sistema del que se alimenta. Hoy ante nuestra angustiosa realidad parece un fantasma al que se apela sin esperanza, por si acaso, por si alguien del otro lado escucha lo que está pasando y se atreve a activar algún artículo o mecanismo de emergencia que permita iniciar un juicio y condenar sin demora a los perpetradores de crímenes de genocidio y lesa humanidad. Sus condenas verbales y sus comunicados manifestando repudio y rechazando la violencia, los asesinatos y las desapariciones forzadas no han salvado vidas ni traído de regreso a casa a los ausentes. Colombia se desangra y el mundo observa por televisión el terror que se ha tomado las calles de grandes y pequeñas ciudades, de municipios y poblaciones, como si fuera un reality y no la trágica realidad de un pueblo atormentado. La misma prensa parece no entender lo que está sucediendo. Entre notas de farándula y deportes, aparecen algunas líneas que hablan de bloqueos y caídos, de condenas y marchas enfrentadas, pero no se escuchan propuestas concretas que nos ayuden a entender y a superar esta crisis nacional.

Lo que empezó como un paro justo, incluso necesario, se transformó en una insurrección rabiosa y descontrolada que bordea el concepto de guerra civil interna. Hoy Colombia, desde distintos sectores, desde cada esquina y rincón de este maltrecho país, clama justicia, exige justicia, merece y necesita justicia, y solo hay una vía para alcanzarla: dialogo y concertación. Un dialogo amplio, profundo, en el que todos los sectores sociales estén representados y sean escuchados, donde se reconozca la validez de las demandas, las posibles soluciones y se busque encarar con propuestas audaces la deuda historia de los gobiernos con la sociedad colombiana. Hoy es imperativo construir un pacto ético por la vida y por la justicia.

Ya hemos perdido demasiado y podemos seguir perdiendo. Hay que parar, romper la espiral de la violencia y empezar a escucharnos, a mirarnos, a reconocernos como interlocutores válidos, a unificar propósitos y a buscar las vías más expedidas para calmar esta sed de justicia. Es fundamental que como sociedad nos pongamos de acuerdo sobre ese nuevo país que debe surgir de las cenizas, lograr que la comunidad internacional nos acompañé y nos ayude a elaborar acuerdos viables y realistas, y que, desde ya, cada ciudadano colombiano se asuma y se reconozca como actor de cambio. Solo juntos, desprovistos de odio y sed de venganza, podremos diseñar la base de un nuevo país, de uno donde la ausencia de justicia no vuelva a enlutar nuestro destino.

Alguien debe dar el primer paso y renunciar a la venganza. ¿Quién lo hará?

Por ahora hagamos silencio, por favor, bajemos las armas, las físicas y las que nublan la conciencia, las que nos impiden reconocer la voz del humano que desea ser escuchado, la que nos impide construir un proyecto de nación incluyente y generoso, la que hace que el Estado Social de derecho sea una frase hueca en una dictadura deshojada, la que nos salva de convertirnos en bestias sin moral y corazón. Hagamos silencio y escuchémonos para poder hablar, para poder cambiar.

 

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