Las revoluciones se cocinan a fuego a lento

 


Foto de Internet. Portal Américas. Bogotá

En algún lugar alguien tendrá que recordar lo sucedido. La historia enseña que los siglos los forjan aquellos que no tienen miedo a morir por una causa ni a luchar por la justicia. Sólo se necesita que alguien se levante para que el pueblo se levante también, y en ese preciso momento, todo se vuelve posible, [hasta lo imposible]”. Revolución

 

Cuando los gobiernos no escuchan a sus pueblos, tarde o temprano estos se levantan, y cuando los gobernantes no conocen la historia o subestiman sus señales, esta se repite, en mayor o menor magnitud, pero lo hace, y hoy Colombia podría estar en un estado prerrevolucionario producto de la soberbia de un gobierno sordo. La historia de la humanidad parece confirmarlo. Cuando la diferencia entre el país en el que viven los gobernantes y en el que malviven los gobernados es la misma que hay entre el día y la noche, solo basta con que alguien encienda un fósforo…. Y el resto es historia. 

En 1789, la falta de libertades individuales, la desigualdad socioeconómica y la enorme pobreza durante el reinado de Luis XVI y María Antonieta, condujeron al estallido de la Revolución Francesa, que a su vez llevó a un cambio de sistema y a la guillotina a los verdugos del pueblo, dos años después. Pero los síntomas de la decadencia del poder, el hastío de la población a causa de los malos tratos, las injusticias y su vida de miseria mientras la frívola monarquía vivía en la opulencia, empezaron a evidenciarse tiempo atrás. A la par que crecía el descontento social en medio de una errada política financiera (profundizada por la falta de empleo, la precariedad del transporte, las malas cosechas, el severo invierno, alzas en los impuestos que pagaban los más pobres y el hambre de los trabajadores esclavizados), empezaron a conformarse pequeños grupos creativos de intelectuales, filósofos y enciclopedistas, -algunos inspirados en la independencia estadounidense- que debatían ideas progresistas sobre un posible mundo nuevo; uno dónde la población no estuviera condenada a padecer los abusos y la crueldad de sus gobernantes ni a vivir en la ignorancia ni a ver a sus hijos morir de hambre y de frío. El cambio era posible; la tierra era un hervidero y sólo hacía falta que alguien encendiera la mecha. Los excesivos gastos en la guerra contra Inglaterra, la debilidad de un rey manipulado por un perverso tío, la crisis religiosa y la aplicación de nuevos impuestos a los más desventurados, fueron suficiente para emprender el camino hacia cambios irreversibles. 

La toma de La Bastilla -una fortaleza medieval que custodiaba prisioneros de clase alta (siendo el más celebre, el Marqués de Sade)- por parte de revolucionarios parisinos,  fue un acto simbólico de enorme impacto (aunque su objetivo era el robo de la pólvora que allí se encontraba), que además de enseñar la debilidad de un régimen autoritario y el hambre de ideales de un pueblo que exigía un nuevo paradigma social, política, cultural, y sobre todo, humano, marcó el inicio de la Revolución Francesa. La Bastilla representaba el despotismo de la monarquía francesa y su caída el despertar del movimiento republicano francés. La destrucción de La Bastilla dejó souvenirs, conocidos como la “reliquias de la libertad”, y la fiesta nacional de Francia, que se celebra el 14 de julio, para recordar la toma y el triunfo de la federación como símbolo de unidad; para recordar que el verdadero poder reside en el pueblo. 

La Revolución había sido impulsada por un poderoso movimiento político y social que, apoyado en ideales de libertad y fraternidad, el concepto de soberanía popular y el llamado a realizar los derechos fundamentales del hombre y del ciudadano, logró poner fin a un sistema absolutista como opción de gobierno, y propiciar el surgimiento de una era republicana de corte liberal, que se afianzaría en principios profundamente democráticos. El cambio además de político, fue social y cultural. 

Bajo el lema de “libertad, igualdad, fraternidad” las masas populares que se habían unido para derrocar al poder feudal, desconocer la corrupta autoridad de la realeza y señalar un futuro democrático, sentaron un importante precedente en la historia de occidente para que los derechos fundamentales de todos los seres humanos fuesen reconocidos, defendidos y garantizados. El fuego de la Revolución Francesa se diseminó rápidamente por el mundo entero contagiando a los pueblos oprimidos con las ideas revolucionarias de la Ilustración. Nada en el mundo volvería a ser igual, ni el dócil silencio de las masas sometidas estaría ya garantizado. El concepto de súbdito había sido reemplazado por el de ciudadano. 

Luego de la Revolución Francesa, que agilizó la modernidad política a escala mundial, se creó la primera Constitución en la historia de Francia, en cuyo preámbulo se incorporó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en la que además de reconocerse la existencia de derechos individuales, inherentes e imprescriptibles de alcance universal para todos los seres humanos, como igualdad, libertad, seguridad, propiedad,  soberanía y libertad de culto y de opinión, también se declaró como derecho imprescindible la "resistencia a la opresión". Su alcance fue global. Occidente entendió que limitar el poder de los gobernantes era una forma definitiva de proteger los derechos y libertades de los ciudadanos, y que era importante dentro de una nueva noción de Estado, afianzar el constitucionalismo, surgido en Inglaterra a finales del siglo XVII. 

Casi dos siglos después, un nuevo acontecimiento histórico, pero esta vez en Rusia, cambió el orden político de Europa oriental, enseñándole al mundo que era posible pasar de un régimen absolutista y del auge del capitalismo liberal, a un sistema comunista. 

Antes del estallido, conocido como la ‘Revolución de Octubre’ o la ‘Revolución Bolchevique’, los síntomas del malestar social a causa de la injusticia y del hambre, la guerra, la crisis económica y la violencia que ejercían los máximos jerarcas sobre su pueblo se hicieron papables en la Rusia zarista, pero el "emperador de todas las Rusias, rey de Polonia, y archiduque de Finlandia", Nicolás II, cometió el error de ignorarlos. El pueblo se había cansado de padecer un gobierno autocrático, sordo al clamor de las mayorías e indolente ante la pobreza que consumía a miles de familias cuando en palacio se derrochaban en banalidades los recursos de la nación. Mientras la mayoría de los trabajadores vivía en absoluta pobreza, esclavizados y humillados, un tren proveniente de la ciudad francesa de Niza llegaba todos los días con un cargamento de flores frescas a palacio, donde los banquetes eran diarios como diario era el hambre de la gente. La zarina Alejandra había caído bajo el embrujo de un oscuro personaje, conocido como Rasputín, un misterioso monje, que llegó a tener más poder sobre los asuntos de gobierno que los mismos zares; incluso se cuenta que una suntuosa fiesta que se celebró pocos días después del llamado “Domingo rojo” cuando una manifestación pacífica de trabajadores que exigía mejores condiciones laborales fue brutalmente masacrada por la guardia rusa, bajo órdenes del tío del zar, dejando más de mil muertos, había sido aconsejada por Rasputín, quien pese a venderse como místico visionario, no fue capaz de advertir que este hecho de indolencia elevaría la indignación colectiva bajo un clima prerrevolucionario que llevaría a un furioso despertar popular. 

La dinastía Romanov, que había dominado durante 300 años en Rusia, cayó, y todos los miembros de la familia fueron ejecutados. Tal vez este último hecho de barbarie no fuera previsible, pero si el levantamiento de las masas hambrientas, ahora organizadas baja una nueva bandera. En una grabación recogida por la BBC de Londres, sobre lo ocurrido en Petrogrado -hoy San Petersburgo- en marzo de 1917, se escucha una reflexión que confirma que el clima de malestar y tensión hacían previsible el estallido social. “La revolución rusa llegó como un ladrón en medio de la noche. Sabíamos que iba a llegar, pero no teníamos idea de cuándo. Y, de pronto, ya estaba ahí". Las consignas de “Paz, pan y tierra” y “poder para los proletariados” respondían claramente a una crisis polifacética que exigía inmediata atención. Numerosas protestas y saqueos habían ocurrido poco antes, las primeras huelgas, el pueblo no aprobaba la participación de Rusia en la Primera Guerra Mundial, aumentaba la pobreza y el rechazo a la desigualdad; los cambios más que necesarios eran urgentes, pero el gobierno pensó que con algunas tardías acciones podría contener el descontento, como promover ciertas reformas y aceptar la creación de un sistema parlamentario conocido como la Duma. Sin embargo, el proceso organizativo de una sociedad profundamente herida y despreciada por sus gobernantes, no daría marcha a atrás. Había llegado la hora de darle la vuelta al pastel de la historia.

La bandera roja cubrió el cielo de Rusia, el pueblo que antes pedía pan y que luego se había unido en la huelga de los trabajadores, ahora se levantaba porque se sentía fuerte, unido, invencible, y con esa confianza avanzó hacía un rotundo cambio de sistema. Del levantamiento de marzo a la revolución de octubre, la autoridad conocida se había desmoronado, emergieron nuevos liderazgos, como el de Lenin que recién regresaba del exilio, y bajo un clima de esperanza surgió la Unión Soviética. La gran utopía era posible. 

Los quiebres ocurridos en Francia y en Rusia tuvieron un efecto planetario y cambiaron para siempre el curso de la historia y de la política. Ahora, lo que suceda en Colombia no tendrá esos efectos, incluso medio planeta podría no enterarse de lo que acá ocurre, pero si nos atenemos a estos dos ejemplos de ruptura histórica, podremos advertir que el país está llegando a ese nivel de tensión que vaticina profundas trasformaciones. El grado de descomposición de la clase política colombiana y de su actual gobierno, la cofradía desde el alto poder con los carteles de la droga y grupos de mercenarios, la ineptitud de buena parte de las autoridades civiles regionales y locales, la corrupción y la baja condición humana e intelectual de quienes tiene la misión de redactar y aprobar leyes desde el legislativo, la evidente incapacidad del Estado para realizar plenamente la Constitución del 91, la poca conciencia social de funcionarios y dirigentes gremiales sobre el deber ser de una sociedad democrática, los elevados índices de impunidad, la impuesta vocación homicida en la policía y en las Fuerzas Militares, la institucionalidad convertida en instrumento para la persecución político-penal, la degradación de un sector medio de la sociedad familiarizado con la trampa, el atajo y las armas bajo una lógica traqueta, arribista y violenta, la mediocridad de periodistas y dueños de medios de comunicación, las masacres, los genocidios, los escándalos de corrupción, el despilfarro de recursos de un gobierno caprichoso que parece no entender la dimensión de la actual crisis -tanto a causa de la pandemia, la desregularización del Estado y el recorte a la inversión social como a falta de una agenda social que garantice el mínimo vital a la población más vulnerable, nos ha llevado al límite de la resignación y de la paciencia. Las respuestas del mandatario frente a este profundo malestar social, el aumento de la pobreza, la precarización laboral y la falta de inversión en salud y educación, han sido autocráticas y represivas con la ciudadanía. En lugar de buscar soluciones viables, de promover reformas estructurales, llamar a un diálogo serio y respetuoso, y de aceptar que ha llegado el momento de “compartir sus privilegios” de clase como afirmó la primera dama de Chile, Cecilia Morel, en una llamada filtrada a la prensa cuando estallaron las revueltas de 2019 en ese país, el presidente optó por posicionar al pueblo como un enemigo a derrotar y a sacrificar en aras de los intereses de una elite espuria, y en su mayoría ligada al crimen. Mientras parte de la ciudadanía reduce sus comidas diarias, pierde sus fuentes de ingresos, sus viviendas y capacidad adquisitiva, los jóvenes se ven obligados a cancelar sus estudios y las universidades públicas colapsan, el gobierno destina los recursos de la nación en suntuosidades y gastos abusivos, como comprar decenas de camionetas de lujo, destinar millonarios subsidiados a grandes empresarios, pagar billones de pesos en publicidad y perfilamientos en redes sociales de sus opositores, aumentar el salario de congresistas y convertir los organismos de control en filiales del Ejecutivo, para que callen ante sus abusos. Y cuando la ciudadanía protesta es perseguida, judicializada y sus casas son allanadas; se criminaliza el derecho universal a la manifestación pública, y se imponen medidas crueles para seguir atormentado al atormentado pueblo. 

En marzo de 2021 el mandatario trató de tramitar con fuerza de insistencia (o de solemne estupidez) una reforma tributaria que favorecía a los más privilegiados e imponía nuevos impuestos a los más pobres, incluso aplicaba IVA a la canasta familiar. Luego de varias semanas de fuerte presión social, del asesinato de varios ciudadanos por parte de la fuerza pública y denuncias internacionales sobre violaciones a los derechos humanos, Duque tuvo que retirar su proyecto. Pero este tardío acto, como el llamado a la Duma del zar Nicolás II, tampoco fue ni será suficiente. La propuesta de reforma solo fue la gota que rebasó el vaso, y ya vendrá otra que provocará el mismo o peor malestar social. Buena parte de la sociedad colombiana se siente pisando el límite en el que ya nada se puede perder y todo se puede ganar. Ese aburrido estado de letargo e impotencia que dominó a la nación durante varios lustros empieza a desaparecer, así como la parálisis de algunos de sus dirigentes sociales y políticos que hoy podrían converger no solo en el Pacto Histórico, que cada día toma más fuerza, también en procesos locales organizativos de resistencia popular. 

Duque -como el rey Luis XVI de Francia y el zar Nicolás II de Rusia- insiste en no escuchar, en creer que el poder le pertenece por derecho y que nadie se lo podrá arrebatar, y aún se da el lujo de subestimar el descontento popular y jugar sus cartas marcadas en un amague democrático, confiado en la corrupción e inoperancia de la justicia. Su soberbia y miopía histórica le impide aceptar que en el país se está creando un clima preinsurreccional en el que una ciudadanía activa y deliberante podría jugarse el todo por el todo para desafiar los abusos del gobierno, los allanamientos, los falsos positivos judiciales, la sistemática violación a los derechos humanos y el hambre que convierte en bestias a los seres humanos. El país se está dando cuenta que lo único que puede ofrecer el uribismo y la clase política tradicional, es muerte, hambre, guerra, corrupción y dolor. Tal vez ha llegado el momento de poner fin a más de cien años de miedo, angustia y soledad. La llama insurreccional no ha sido sofocada como afirman algunos; su contención de los últimos días no significa derrota ni renuncia ni extinción, todo lo contrario; sus brasas arden, el gobierno sigue alimentando el fuego de quienes anhelan vivir en libertad, de quienes ya no tienen nada más que perder. Sólo falta un solo acto de desmesura, y la historia lo contará. 

“Un pueblo con miedo obedece, pero uno que no tiene nada que perder se revela”. Revolución

 

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